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12 de noviembre de 2017, 4:00 AM
12 de noviembre de 2017, 4:00 AM

Hace tres años publiqué una columna en EL PAÍS que trataba de las 270 niñas nigerianas secuestradas por el brutal grupo islamista Boko Haram. De ellas tan sólo han sido rescatadas unas cien que relataron el infierno de sus vidas: eran violadas repetidas veces al día y si no se convertían al islam las degollaban. Las otras chicas siguen en manos de estos monstruos. Hoy nadie habla ya de ellas. Por lo visto, nuestra atención se ocupa de cosas más importantes. Aquel artículo lo titulé Porque pueden.

Era la respuesta a una simple pregunta: ¿cómo es posible que un grupo terrorista se lleve a tantas niñas con esa impunidad y las mantenga de esclavas sexuales durante años? 

Pues lo hace, precisamente, porque puede. Porque el valor de la vida y de la integridad de esas adolescentes nunca ha sido alto en el mercado. Porque desde el principio de los tiempos el rapto y la violación de las mujeres ha sido un arma de guerra perfectamente aceptada.
Hoy retomo aquel título para hablar del escándalo de ese productor de Hollywood, Harvey Weinstein, de cuya mano salieron películas tan famosas como Shakespeare in Love o Pulp Fiction, y del que ahora sabemos que también usaba sus manitas para otras cosas: al menos 27 actrices le han denunciado por abusos sexuales, tres de ellos en grado de violación. Y lo peor es que todos lo sabían desde hacía mucho tiempo. 

De hecho, se hicieron bromas sobre ello en series de televisión y en las nominaciones de los Oscar de 2013 (“Enhorabuena a estas cinco damas que ya no tienen que seguir fingiendo que les gusta Harvey Weinstein”, dijo el presentador). 
Por todos los demonios, ¡pero si la historia de la actriz joven que se ve obligada a hacerle un trabajito sexual al productor es un lugar común, un tópico habitual del mundo de la farándula! Innumerables películas, novelas y obras teatrales hablan de ello con una naturalidad no exenta de burlona complicidad. 

Como si fuera lo normal y hasta chistoso, vaya. Como si parte de la educación dramática de una actriz pasara por ser usada por un marrano. 
De hecho, Weinstein no está solo en este alegre deporte violador. 

Ya ha sido fulminantemente suspendido el presidente de Amazon Studios, Roy Price, acusado de lo mismo, y no olvidemos el caso de Bill Cosby. Ahora bien, todos estos miserables, ¿por qué lo hicieron? Pues porque podían. Porque estaba admitido, porque era algo tácitamente aceptado por la sociedad. La única diferencia es que ahora las actrices de Hollywood parecen haberse cansado de ser trofeos sexuales. Me pregunto cuándo empezará a salir toda esa porquería a la luz también en España: estoy segura de que no somos una excepción en el penoso chiste de la actriz jovencita y el productor (o el director) baboso.

Pero para que eso ocurra, para llevar a todos estos cerdos a los tribunales, las mujeres tenemos que dar un paso hacia delante en la valoración y el respeto que nos tenemos a nosotras mismas. 

Me espanta que en el mundo sucedan una y otra vez atrocidades sistemáticas contra las mujeres, como los millones de víctimas a las que amputan el clítoris, o a las que obligan a ir veladas, a no salir a la calle sin compañía de varón, a no poder estudiar, no poder conducir, no poder trabajar; o las miles de jóvenes a las que arrojan ácido o son quemadas vivas por sus padres y hermanos (a veces por sus madres) por los infames delitos de honor; o las incontables niñas y adultas violadas, torturadas y asesinadas en este maldito planeta. Hay un genocidio en marcha contra la mujer al que asistimos impertérritos sin que pase nada, sin que la comunidad internacional tome medidas de ningún tipo, sin que dicte un embargo, por ejemplo (como se hizo cuando el apartheid), contra países que mantienen en la más feroz esclavitud a la mitad de su población. 

Al contrario: la comunidad internacional no sólo no protesta, sino que usa a la mujer como moneda de cambio: si nos interesa pactar con los talibanes, por ejemplo, no volvemos a mencionar el engorroso problema del feminicidio. 

¿Que por qué actúan así estos miserables? Pues porque pueden. Porque todavía no estamos seguras de nuestro propio valor. Porque no hemos dicho basta. Va siendo hora de hacerlo.

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