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27 de diciembre de 2017, 4:00 AM
27 de diciembre de 2017, 4:00 AM

La tradición universal de la fiesta de Navidad se caracteriza, sobre todo, por ser una fiesta de la niñez. Los obsequios y los regalos, símbolo de la caridad cristiana, fascinan a miles de niños que se aproximan al mundo real a través del mundo fantasioso de los juguetes. Cada juguete encierra un ensueño, un deseo e incluso una aspiración. De algún modo, entre las más cálidas representaciones humanas, la Navidad representa a la infancia, no solo de Jesús, nacido humildemente en Belén, sino al universo lleno de vida que representa a través del niño la eternidad de la especie y el proceso infinito de renovación incesante de la humanidad. 

No obstante, los niños son entre todas las criaturas vivientes las más dependientes y las menos autónomas, objetos por esto mismo de cuidado, ternura y atención de las madres y padres por un periodo, el más largo entre todos los seres animados de la vida biológica. 

Repugna a la conciencia, entonces, cuando se contempla el espectáculo tremendo de millones de niños y niñas que sufren de diversas formas de violencia y maltrato precisamente en los principales ámbitos de socialización como son la familia, la escuela y la comunidad, al ser considerados por los adultos como objetos de su propiedad en tanto seres inferiores y carenciados, antes que como verdaderos sujetos de derecho.

Repugna a la conciencia, entonces, cuando se contempla la realidad de millones de niños que pueblan con su presencia tercermundista una gran parte del planeta y que sufren de falta de alimento, de nutrición y de vestido. Millones de niños que tempranamente manumitidos de una autoridad paterna impotente ante la vida, se ven obligados a autosostenerse con la cantidad de proteínas, albúmina y vitaminas en las dosis justas para no morir. 

Del acervo mundo de la pobreza, ancho y ajeno, el niño es la primera y la más trágica de las víctimas. Una inmensa mayoría de los niños tienen que sobrevivir a través de agotadoras faenas de trabajo material, vendiendo sus fuerzas a precio vil, recibiendo siempre el salario de hambre o apenas un mendrugo en tareas de alto riesgo, limpiando parabrisas, lustrando zapatos, de vendedor callejero o realizando piruetas en la vía pública, más aún una parte de ellos terminan haciendo de las calles su hábitat habitual recibiendo el denominativo de ‘hombres topo’. 

La fiesta de Navidad, en efecto, llega siempre con su cortejo religioso de palabras de paz y caridad. Empero, los potentes impulsos del mercado, los intereses concretos de los vendedores y de los fabricantes, han excluido a millones de seres pequeños de la ilusión unánime de poseer el juguete soñado. Para muchos, para demasiados, la ilusión de ‘tener’ o de ‘poseer’ se esfuma en las amarguras de las pesadillas cotidianas de la sobrevivencia en la lucha por la existencia.

Si se pudiera transformar la Navidad en un acto de conciencia mundial acerca de la solidaridad humana, para la búsqueda de soluciones o paliativos, al menos, ante el espectáculo tremendo, injusto, inconcebible y sin embargo verdadero de la miseria de las y los niños, entonces, la Navidad podría tener un verdadero significado.

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