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3 de enero de 2018, 4:00 AM
3 de enero de 2018, 4:00 AM

Mientras que en estas fechas se proclama la paz en todo el planeta, mientras los millennials y los ‘z’ nos señalan el camino de la paz, aparece en nuestro país un oscuro personaje, megalomaniaco, enarbolando banderas de guerra, con frases y poses de exacerbado cinismo.
Es fácil incitar a la  guerra intelectual, espiritual, ideológica y bélica cuando se tiene al TC y al TSE, a las FFAA y a la Policía con guirnaldas de coca en el cuello y con ponchos rojos de uniforme apoyando y defendiendo la locura. Es fácil hacerse el tipo, el intelectual y el valiente cuando se tiene el poder total de su lado. Lo difícil es poner todo ese aparato, incluyendo la ‘sapiencia’, al servicio de la convivencia pacífica. Para eso se requiere altura, despojarse del egoísmo y de la maldad. Se requiere merecer el título de gente.

Una persona que arenga a estudiantes adolescentes a tomar las armas para defender cualquier cosa, además de retrógrada y de estar en contraflecha con el devenir de la humanidad, está irremediablemente enferma del peor de los males: el odio.

El siglo XXI debería ser el siglo de la paz, de la justicia y la armonía. Más allá de las tendencias políticas y tecnológicas, el mundo, espiritualmente hablando, debe evolucionar hacia una cultura de paz, de diálogo, de conciliación.

Podría callarme y pensar que “perro que ladra no muerde”, pero no. La hiena, la víbora, el alacrán, sueltan su veneno cuando se sienten acorralados y hay que tener cuidado de su ponzoña. Nuestro deber es advertir el peligro.

Sería saludable participar como contendores en una guerra ideológica limpia y justa, en igualdad de condiciones. Pero hace tiempo que esta ‘guerra’ a la que nos desafía el falso político, no es ni será ideológica. No es una lucha entre derecha o izquierda, de imperio y colonia, de socialismo y neoliberalismo. Hace años que el botín de esta ‘su guerra’ es defender la corrupción y el narcotráfico. Y para eso han montado un ejército enorme con soldados humildes e ignorantes que hacen su trabajo deslumbrados por el  oro que les llueve como lava de volcán a sus conciencias.

Como ciudadanos de a pie tenemos que estar firmes, atentos y en vigilia en el campo de batalla. Es nuestra responsabilidad histórica. Combatamos limpiamente, sin odios ni rencores, sin entrar en su táctica ni con sus mismas armas. El odio, el resentimiento, la frustración, la ambición, la venganza, la mentira,  que queden como arsenal de este guerrero de pacotilla, y sus seguidores. Son armas obsoletas, solo le hacen daño al que las porta.

Definitivamente, como educador  y abuelo, no quiero un país donde la delincuencia esté en cada esquina y la droga circule en las mochilas de ‘dealers’ de 15 años y porque, además, ya sobreviví a las dictaduras de los 70 y no quiero que estas vuelvan con ningún tipo de disfraz ni de guirnaldas ni con poleras del Inter de Milán.

Cuando yo era niño, por las calles de mi pueblo apareció un simpático joven con los pies descalzos y declamando versos de Bécquer. Era  un seminarista. La gente decía que se había enloquecido de tanto leer. En mi adolescencia, leí El Quijote, me sorprendí cuando sus vecinos atribuían al exceso de lectura su locura. El seminarista y Don Quijote estaban locos de amor y querían redimir al mundo “desfaciendo entuertos”. Desde entonces confío en los que leen, creo en la lectura como un alimento espiritual sagrado que eleva, dignifica, enaltece, libera.
Por eso me pregunto ¿qué, cuánto y cómo habrá leído este apocalíptico jinete de la guerra, para enloquecerse y llenar con tanto veneno su corazón?

Recuerdo en este momento la comedia Lisístrata, del célebre Aristófanes. En esta obra se describe una inusual protesta femenina.  Después de meses en el campo de batalla, los guerreros atenienses retornaban de Esparta, con toda la pasión contenida, a gozar del excelso y divino placer con sus esposas. Lisístrata, una mujer extraordinaria (precursora del feminismo), convoca a todas las esposas de Atenas y las invita a plegarse a una huelga de abstinencia sexual. La consigna era clara: si los maridos no dejan la guerra, no hay sexo. Entonces surgen los pedidos excitados, los clamores románticos, susurros y toda la gama de sortilegios para seducir a las mujeres, que en este conflicto tenían todas las de ganar porque ellas estaban al borde de una piscina pública, “a calzón quitao y de piernas caídas”, mostrando sus mejores poses eróticas ante los encendidos ojos de los curtidos guerreros. ¡Claro que hubo disidentes del lado femenino, pero se impuso la mayoría. De esta obra (411 a.C.) ha quedado la sabia frase que debería ser la consigna de nuestro tiempo: “Haz el amor y no la guerra”.
Parece que nuestro bufón solo sabe hacer la guerra.

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