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8 de marzo de 2018, 4:00 AM
8 de marzo de 2018, 4:00 AM

Contiendas, intentos de fuga, enfrentamientos sangrientos y a veces letales es la historia repetitiva de los principales centros penitenciarios en Bolivia y particularmente la de Palmasola, en Santa Cruz. ¿Cuál es la razón de esta tragedia que al naturalizarse por la frecuencia con la que sucede corre el riesgo de ser parte de la cotidianidad?

La tasa penitenciaria en Bolivia se ha duplicado          en los últimos 15 años, pasando de 69 en 2003 a 144 en 2017 por 100.000 habitantes, alcanzando a cerca de 15.000 privados de libertad en Bolivia, un tercio de los cuales están en Palmasola, donde el 70% está bajo la figura de la detención preventiva y el nivel de hacinamiento es del 709%, duplicando la media nacional y ocupando el primer lugar en Latinoamérica.

El excesivo hacinamiento y la insuficiente clasificación, que solo separa a la población por sexo y edad, y no por tipo de delito, plantean una vida promiscua, invasiva y asfixiante, generadora de la confrontación de intereses por espacios de pertenencia y otros, que desemboca en frecuentes enfrentamientos, asociados a frecuentes planes de evasión, más aún si consideramos que solo hay alrededor de dos decenas de policías para más de 5.000 presos en Santa Cruz, con una relación de 1 a 23, mientras la media nacional es de un policía para cada ocho reclusos, aspecto que en parte explica el sistema de autogobierno que impera tras los muros de Palmasola. 

Pero la responsabilidad del sistema carcelario no solo es de Régimen Penitenciario, es sobre todo de enorme responsabilidad de jueces, fiscales y abogados a quienes los privados de libertad sindican de ser los “más directos interesados en mantener la población privada de libertad tal como está”, haciendo referencia a la frecuente corrupción, al clientelismo judicial y político, discrecionalidad en las decisiones judiciales, investigaciones amañadas, acusaciones poco consistentes. En resumen, un sistema corrupto y colapsado explica que Bolivia y Paraguay disputen el primer lugar en cuanto a los más altos porcentajes (70%) de personas sin juicio o en espera de un proceso judicial.

Esta situación explosiva obliga a impulsar un verdadero plan de emergencia, sobre todo si consideramos que las proyecciones para el 2020 nos dicen que la población carcelaria de Palmasola alcanzará a alrededor de 6.000 reclusos, en un recinto previsto para una décima parte de ellos. 
Y las prioridades deben centrarse, por una parte, en la construcción de un nuevo y quizá varios recintos carcelarios que superen el hacinamiento y prevean además de la separación por sexo y edad, la separación entre procesados y condenados y de estos por tipo y gravedad del delito, de manera que con la población con prisión preventiva y la privada de libertad por delitos menores se pueda recuperar y cualificar el modelo humanitario y participativo de autogestión y autogobierno, que incluya contiguos centros de acogimiento de los hijos de los reclusos y de familias en crisis. 

Pero, por otra parte, es tan o más urgente vigorizar los programas de capacitación laboral y trabajo, promoviendo las iniciativas de los privados de libertad y acompañando sus esfuerzos que involucren a su entorno familiar y al conjunto de instituciones públicas y privadas de capacitación laboral y a las empresas y asociaciones privadas que desarrollen e incentiven las capacidades de rehabilitación con un sistema de reducción de pena, como estímulo de participación en actividades de educación, cultura y trabajo que, vinculándolos con organizaciones de la sociedad civil, se generen procesos de inserción social durante y con posterioridad a su privación de libertad, logrando además la mayor transparencia en el proceso de la ejecución de la pena. 

Por último, con el riesgo de pecar de obvio, pero ante un sistema judicial carente del elemental sentido de justicia, cabe recordar que el respeto y la garantía del derecho a  libertad personal exigen que se recurra a la privación de libertad solo en tanto sea necesario para satisfacer una necesidad social apremiante y de forma proporcionada a esa necesidad, incorporando “una serie de medidas alternativas o sustitutivas a la privación de libertad, en cuya aplicación se deberán tomar en cuenta los estándares internacionales sobre derechos humanos” (Principio III.4 de la CIDH).

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