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14 de octubre de 2018, 4:00 AM
14 de octubre de 2018, 4:00 AM

¿A qué aspiramos? Lo de Bolsonaro en Brasil debe llamar nuestra atención. No es un momento que me genere mucho optimismo. Y no me refiero al momento político coyuntural que vivimos ni al asunto de interés propiamente brasileño. Me refiero al mundo y al horizonte de futuro al que debemos aspirar.

Bolsonaro pone en evidencia que nos hemos quedado huérfanos de modelos a los que podamos aspirar. Me explico: a nivel individual fijamos nuestros horizontes: “Voy a ser profesor y me iré a enseñar a áreas rurales” o “voy a ser médico y curar a mucha gente”. Muy bien. Son horizontes que uno va estableciendo para su propia vida. Pero ¿y a nivel de países? Pues hay modelos y hemos aspirado a muchos de ellos.

Un primer modelo fue el modelo estatal promovido por el socialismo. Fue un rotundo fracaso que aún esboza sus últimos estertores en la Cuba empobrecida del presente. Además de ineptitud y corrupción, legó muerte a su paso. Al menos de 100 millones de personas como documenta el estudio El libro negro del comunismo, de Stephane Courtois. Dramático. ¿Qué proponía? Dicho simplificadamente, pretendía crear riqueza colectiva a partir de una red de empresas públicas y granjas comunitarias, y una vez con el dinero en mano repartir esa riqueza a todos por igual. Lindo, pero errado. Acabó por encumbrar a oligarquías endiosadas dueñas de vidas y haciendas.

Un segundo modelo fue el modelo de mercado (o neoliberal). Proponía dejar que el mercado se encargara de generar riqueza, que sería distribuida por efecto del goteo: si se crea mucha bonanza, esta automáticamente va a mojar a todos, a algunos más quizás, pero a todos al fin. ¿Qué sucedió? Desde la caída menemista o gonista, por mencionar un par de ejemplos, es evidente que este modelo no logró su cometido. Como lo demuestra el trabajo de David Harvey, La historia del neoliberalismo, la desigualdad en el mundo se acentuó y los ricos se hicieron muy ricos. No podía seguir como el paradigma a copiarse.

Un tercer modelo fue el modelo socialdemócrata promovido tras la Segunda Guerra Mundial. Se buscó construir un Estado Benefactor que juntara armoniosamente los afanes capitalistas del mercado con la justicia social. Demostró ser insostenible a lo largo y ancho del planeta, con la excepción escandinava que se mantiene en pie (no sim problemas). Brasil aspiró a este modelo con un Lula que fungía de justiciero social tanto como de promotor del capital privado (y transnacional). Parecía que todo marchaba bien y que el modelo podía ser imitado. Era el sueño hecho realidad y podíamos estar felices. No lo fue. El Lava Jato puso en evidencia la fragilidad de este matrimonio.

¿Qué queda en este siglo XXI? Tres modelos. El primero es el “modelo chino” que tiene que ver con la presencia omnímoda del Estado asociado al capital empresarial, que inhibe cualquier atisbo de democracia. Ese es el modelo que caracteriza a Vietnam o a Singapur, y al que aspira Cuba (y con seguridad nuestros jacobinos locales) y que bien puede ser bautizado como de capitalismo estatal autoritario. A decir del filósofo Zizek, no es buena cosa que exista China y que banderee ese modelo que se pasa por el forro los derechos humanos. Es un modelo que tienta. Claro que sí.

Un segundo modelo es el modelo populista. ¿Cuál es este? Pues aquel que frente a la desazón ciudadana (una desazón mundial que pone contra la pared a la democracia) propone lo que sea que quiera oír la gente. No es pues propiamente un modelo. Es un estilo. Y es un estilo que promueve líderes mesiánicos que van a resolver las cosas matando a los delincuentes, encerrando a los gais en catacumbas, cerrando las fronteras a los mugrosos migrantes de toda laya (y si hay que poner muros, pues mejor), no malgastando en estupideces medioambientales o, incluso, recuperando mares como excusa perfecta para despertar patrioterismos exacerbados. ¿En suma? No ofrecen nada que no sea la destrucción del mejor invento de la humanidad: los derechos humanos.

A eso hemos llegado. Frente al vacío de horizontes solo nos queda creer en dioses terrenales. ¿No es esto un retroceso? No lo dudo. Es el tiempo de los ‘bolsonaros’, sostenidos por enormes porciones humanas cada vez más ‘fascistizadas’ (“que venga, ya está bien que haya tantos maricones sueltos”, “necesitamos mano dura” y un largo etcétera). Es el tiempo de los “populismos autoritarios globales”, a decir de la brillante politóloga Pippa Norris.

Pero dije que hay tres modelos y falta uno. Pues sí, aún queda uno y tiene que ver con la defensa a ultranza de la democracia y el Estado de Derecho. Ese es mi modelo. Y es ese el que debemos reivindicar en esta fecha gloriosa para los bolivianos: el 10 de octubre. Hace 36 años recuperamos esa democracia, que hoy los ‘revolucionarios’ pretenden arrebatarnos. Hay que honrar el 21-F, que no es sino la defensa en este siglo XXI de la democracia y los derechos humanos como pilares de la humanidad.

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