Una reflexión sobre el peligro que enfrenta la vida misma y la negación que existe en el momento actual, desde el individo hasta los gobiernos

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26 de mayo de 2019, 4:00 AM
26 de mayo de 2019, 4:00 AM

Un par de semanas atrás un comité de trescientos expertos, respaldado por las Naciones Unidas, publicó un reporte contundente y exhaustivo sobre el estado desolador de la biodiversidad en el planeta; pese a sus más de 1.500 páginas, el informe podía resumirse fácilmente: más de un millón de especies –de un total de ocho millones– se encuentran amenazadas de extinción.

Son tantas las especies en peligro que no parecemos capaces de procesar las novedades; tan solo en este año se extinguieron un caracol endémico de Hawaii, un roedor australiano (el melomys de los Cayos de Bramble) y la tortuga gigante de Yangtze. Los que crecimos pensando que la extinción de una especie era un fenómeno antiguo, relacionado con los dodos y los dinosaurios, descubrimos alarmados que somos parte responsable de una crisis de proporciones inusitadas.

Pero no solo se trata de que no podamos procesar lo que está ocurriendo; también ocurre que no queremos hacerlo. Curiosa paradoja: tanta narrativa apocalíptica y distópica de los últimos años parecería hacernos creer que somos conscientes de la magnitud del desastre (no hay fin de semana sin una nueva película sobre el fin del planeta). Algunas de estas narrativas incluso sugieren que la amenaza fundamental a nuestra supervivencia es el cambio climático; aunque tienden a sublimar a los cupables, documentales potentes como Nuestro planeta (Netflix) también se enfocan en ello. Sin embargo, todavía hay una desconexión profunda entre la sensación de que vivimos en un momento clave para nuestro futuro como especie y el hecho de que ni los individuos ni los gobiernos son capaces de tomar las decisiones difíciles que necesita esta situación.

La periodista y escritora Elizabeth Kolbert, ganadora del Pulitzer por La sexta extinción: una historia antinatural, libro fundamental para entender cómo hemos llegado al momento actual, señala que la tierra ha pasado antes por esto: hubo otros cinco períodos en que cambios sustanciales en la biodiversidad del planeta llevaron a muchas especies a la extinción; en un caso el 96% de las especies desapareció y la vida prácticamente tuvo que comenzar de nuevo. De todos esos períodos, solo el relacionado con el fin de los dinosaurios se debió al impacto de un meteorito; los otros fueron debidos a cambios climáticos, aunque en ellos el ser humano no fue el principal responsable. La extinción que se está llevando a cabo actualmente es diferente: “ninguna criatura ha alterado la vida en este planeta de esta manera”, dice Kolbert en La sexta extinción; “al descubrir reservas subterráneas de energía, los seres humanos comienzan a cambiar la composición de la atmósfera. Ese cambio afecta al clima y a la química de los océanos. Algunas plantas y animales se readecúan a la nueva situación desplazándose de un lugar a otro; escalan montañas y migran a los polos. Pero la gran mayoría –primero cientos, luego miles, después quizás millones– se descubren atrapados. Los promedios de extinción aumentan considerablemente y la textura de la vida cambia”.

El informe de los expertos apunta las razones que han afectado a la biodiversidad del planeta: el cambio climático, debido al aumento alarmante en las emisiones de gas de efecto invernadero; la contaminación; las especies invasivas; la alteración del medioambiente terrestre y marino debido a la acción humana; y la explotación de recursos a través de la caza y la pesca. Así como nuestro modelo de desarrollo capitalista ha tenido un efecto directo negativo en la biodiversidad, el deterioro de la biodiversidad tendrá efectos notables en metas como el fin de la pobreza o el hambre, imposibles de lograr si no se toman medidas drásticas para reconducir la situación.

La OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) advierte también acerca de cómo la biodiversidad está atada a “elementos vitales para el bienestar humano” como la calidad del agua o la necesidad de polinizar los cultivos; se calcula que esos servicios contribuyen en unos 140 millones de dólares anuales a la economía global.

Sin especies polinizadoras, muchos cultivos se echarán a perder; sin biodiversidad, la calidad de la tierra seguirá degradándose. En otras palabras: las abejas, las ranas, los murciélagos y otras especies amenazadas no solo deben ser cuidados porque compartimos el planeta con ellos sino incluso por razones utilitarias. A mayor biodiversidad, mejor calidad de vida.

Algunos analistas piensan que el daño es irreversible y que, pese a que muchas de estas cosas ya se sabían hace al menos tres décadas, los gobiernos firmaron acuerdos de conservación del medioambiente sin la voluntad política de llevarlos a cabo: eso hubiera afectado su progreso económico (puede verse hoy mismo en los Estados Unidos el sistemático ataque de Trump a todo el paquete de regulaciones del medioambiente puesto en marcha por Obama durante su gobierno: no solo desmontan las leyes sino que da cargos importantes a políticos que niegan el cambio climático).

Hay científicos no tan pesimistas que creen que todavía estamos a tiempo de tomar las decisiones necesarias para salvar el planeta. Es el gran desafío contemporáneo: dependerá de nosotros si logramos que las fantasías apocalípticas que nos inundan hoy se quedan como ficción o se convierten en nuestro nuevo y desesperanzado realismo.