El sueño cruceño también puede ser una pesadilla para muchos de los seres humanos que habitan esta tierra pujante y prometedora. El otro lado de la luna

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9 de diciembre de 2018, 13:00 PM
9 de diciembre de 2018, 13:00 PM

Pensamos que Santa Cruz es la mayor metrópoli de Bolivia. Y lo pensamos porque en gran medida lo es; hay evidencias irrefutables de que es la ciudad puntal del desarrollo económico del país, la locomotora del progreso en la cual todos quieren viajar.

Como cruceños nos llena de orgullo saber que es el destino preferido por los migrantes, internos y externos; constatar que Santa Cruz es el lugar más apto para que la gente progrese y alcance un nuevo estatus de vida. Santa Cruz es generosa, hospitalaria, pujante, osada. El crisol de culturas de Bolivia rebosa de vitalidad.

Sin embargo, tenemos que ser conscientes de otra realidad latente, un escenario que muchas veces nos negamos a ver. Y es ese gran porcentaje de población, un 70% o más (30% de la población en situación de pobreza y pobreza extrema; 40% de la población con nivel económico medio y bajo) que enfrenta la vida en grados que van desde la supervivencia hasta la inestabilidad económica, que cubre su condición bajo el manto del bien anímico espontáneo que caracteriza al cruceño; esa cualidad que le hace aceptarla como algo natural y, muchas veces, hasta con orgullo.

Los altos índices de esta economía deficitaria se evidencian no solo en los aspectos materiales; repercute también en la educación, en los valores, no los que se pregonan, sino en aquellos que realmente dirigen nuestra conducta y, por supuesto, en el nivel cultural en el que nos movemos o al que aspiramos. Por eso no es raro observar que muchos prefieran ir a consumir bebidas alcohólicas con los amigos, en vez de asistir a una obra de teatro o a un evento artístico o musical. Por eso también, es un hecho natural la asistencia masiva de las familias a los centros populares de consumo –ferias, mercados– a modo de paseo y, eventualmente, para comprar alguna oferta que satisfaga de algún modo el afán consumista.

¿Por qué la gente prefiere pasar el domingo en un mercado y no en un parque urbano? ¿Por qué llama más la atención un partido de fútbol o la ‘parrillada’ con los amigos y no una visita a una galería de arte o al teatro? Habría que hacer un estudio sociológico más profundo para descubrir qué determina la elección de las primeras opciones sobre las segundas.

Podríamos suponer, sin embargo, que influye en ello la economía precaria antes mencionada, que opta por cubrir primero las necesidades prioritarias. Sin embargo, hay una condición que subyace y que es importante tomar en cuenta si se quiere gestionar un cambio. Y es que para que la gente pueda elegir algo ‘distinto’ a lo ya conocido, el entorno tiene que ofrecer ese algo, llámese cultura, educación o el disfrute de actividades edificantes para la familia, la pareja o el individuo.

En este sentido, es importante revisar qué –y cómo– se está ofreciendo el menú de opciones para ‘orientar’ el ocio productivo de los cruceños. Para que esa sociedad postergada se transforme en aquello que anhelamos, uno de los aspectos que hay que revisar y promover es, innegablemente, la cultura.

No solo la cultura de élite, a la que acceden solo unos pocos, sino la cultura en su contexto más amplio, entendida como instrumento de educación. Que democratice y torne accesibles las expresiones artísticas, por ejemplo. Que acoja, eduque y contenga de manera inteligente y proactiva a los sectores más marginados de la población. Que levante vuelo llevando consigo a ese conjunto humano hacia nuevos modos de ejercer y disfrutar su ciudadanía.

Para que esto ocurra, además de la optimización de los recursos humanos y materiales, es necesario realizar un cambio de visión, una definición de estrategias que focalicen el tiempo y la energía de los actores involucrados en la construcción de una oferta cultural para transformar y evolucionar nuestra cultura. Un ajuste de timón –como puede ser el Foro Municipal de Arte y Culturas que se viene gestando en nuestra ciudad– para reencauzar nuestro rumbo. Porque en definitiva, lo sepamos o no, todos viajamos hacia el mismo destino.

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