La llegada de migrantes judíos a Bolivia tuvo tres etapas: 1933-34, la principal entre 1938 y 1940 y la última entre 1941 y 1945. Lupe Cajías nos introduce en historias que narran aquellos momentos con su prodigiosa pluma que desempolva la memoria

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10 de junio de 2018, 4:00 AM
10 de junio de 2018, 4:00 AM

Italiana, mujer, judía y comunista, Giorgina Levi no tenía un panorama fácil cuando llegó a Bolivia en 1939 como una de las muchas personas obligadas al exilio o a la emigración política y económica entre las dos guerras mundiales.

Junto a su esposo, médico alemán y judío, Enzo Arian, Giorgina no tuvo mucho para elegir. Los gobernantes militares bolivianos, después de la Guerra del Chaco, eran de los pocos que aceptaban asilar a judíos; es más, en el caso de ser médico, inclusive les ofrecían trabajo.

Levi (1910-2011), treintañera, pero recién casada, sabía que era casi imposible permanecer en su país junto a un judío berlinés, quien ya de hecho había perdido a casi toda su familia en las razias, después de la decisión fascista de emitir las leyes racistas.

Con sus regalos primorosos, como dos camisones de seda y una preciosa carterita, Giorgina partió a ese país absolutamente desconocido. Pronto experimentó que de nada le servirían los trajes a la moda de Turín ni la fina costura. Aprendió a cocer chaquetas de bayeta y a vestir pantalones de mezclilla, a cubrirse con chalinas de alpaca y a portar enormes sombreros.

Primero, para defenderse del viento en un pueblillo perdido en Zudáñez, donde el único forastero era un árabe vendedor de telas colorinches que todavía pensaba que la tierra era plana.

En Sucre encontró más fácil trabajo de peluquera que enseñando alguno de los siete idiomas que dominaba a la perfección, inclusive el latín y el griego. Recién esa práctica la tuvo en La Paz, donde mi padre Huáscar fue su alumno y de quien ella dice que le discutía sus posiciones comunistas.

Más comprensión consiguió compartiendo con prostitutas y parias que con los propios judíos que también se discriminaban entre alemanes, polacos, divorciados, librepensadores, anarquistas, aunque todos sufrían la misma nostalgia de la patria lejana.

Tuvo frío en Oruro, en la mina Apacheta, en el campamento de Santa Fe. Sin embargo, poco a poco se dio cuenta de que la realidad del país que la acogía y que tanto había golpeado inicialmente su elegancia y finura la afirmaba en su militancia antifascista y en su ideología comunista. Bolivia, de ser un lugar de soledad y de desorden continuo, se fue pareciendo a la Maestra Vida, a la Madre que acoge y consuela.

Hizo contactos con otros europeos, austriacos, croatas, alemanes. En su extensa entrevista con Marcella Filippa (traducida por Clara López) detalla escenas y personajes de la vida boliviana de los años 40 que no se encuentran en otros textos nacionales.

Centenaria, defendía al comunismo y recordaba a Oruro y a La Paz, a los niños bolivianos, a los mineros bolivianos. Celebró el triunfo de Evo Morales y preguntaba por detalles de la vida cotidiana.

Un extraordinario personaje, cuya lucidez y memoria permiten conocer mejor una época que fue gloriosa. Dan ganas de continuar indagando sobre el polaco Citrín, el antifascista Deutsch, el italiano Bono, el rabino de Coblenza y tantos otros que viajaron por el altiplano boliviano, ahí organizaron su pedazo de resistencia y más tarde volvieron a sus países.

Esa biografía no es única. Decenas de judíos pasaron por Bolivia hace 80 años.
 
Lo cotidiano

De niña, no conocía a esos personajes grandiosos, las estadísticas, la historia de los nazis y menos los seculares problemas de los judíos con los árabes.

Para mi numerosa familia, la presencia judía en Bolivia se reducía a la tarde privilegiada cuando mi madre nos llevaba de compras.

En el Salón Edith, en la Avenida 6 de Agosto casi Guachalla- según recuerdo-, compraba los sacos de tonos cálidos, rojos mis preferidos, bordados en alto relieve con rositas y hojas lanceoladas de verde bosque. Era una adquisición preciada, para el cumpleaños, para la fiesta de fin de año. Había que cuidarla. Hasta volver otra vez y escuchar la lejana charla de la clienta con la señora de cabello rojizo, enrulado. ¿Será que mi memoria me engaña? Tengo tan clara esa imagen que dudo que sea mi invento.

Más reciente es el retrato de los esposos que atendían la tienda de niños Lupo en la Yanacocha, porque, igual que mi madre, también yo compré ahí pañales y los primeros pantaloncitos cortos de mi hijo. Él callado, hablando una jerga extraña; ella más amable, blanca bajo un cabello oscuro y unos bigotillos que me impresionaban.

Todavía en los años 60 tocaban el timbre de la casona en pleno Sopocachi paceño judíos que vendían telas, libros, discos.
En las épocas austeras de nuestra infancia, los doce solo podíamos festejar afuera al terminar el ciclo escolar y el lugar escogido era siempre la heladería Max Bieber. Teníamos temor si caía agua sobre el bonito mantel, romper un vaso o colocar mal los abrigos al ingreso en la calle 20 de octubre casi Aspiazu. Local que atendían los Resnikovski, no sé por qué conexión familiar.

Sobrevive la otra confitería famosa, Elys, que supo siempre renovarse y atender a cada comensal como al único cliente del mundo. El querido
Max y los mozos y mozas con tantos años de experiencia, las visitas de Juan Lechín y la plana mayor de la Federación de Mineros y de la Central Obrera, la música detenida en el tiempo, los cuadros de muchachas con pasadas modas.

En Cochabamba, en Oruro, las pastelerías eran de alemanes, de judíos, mejor dicho, de mujeres judías, de origen alemán o austriaco.
 
El registro oficial

Fue el historiador boliviano de origen judío, León Bieber, el autor que con gran paciencia consiguió documentar aquellas vidas, más allá de la simple anécdota, de la nostalgia.

Aunque la presencia de los alemanes en Bolivia ha interesado y aún interesa a muchos historiadores e investigadores, Bieber ha escrito los principales textos. Sin leerlo, no se conoce cómo, por qué y qué pasó con la llegada de miles de migrantes desde 1938.

Como me contaba en un reciente intercambio postal, entidades como el Planetario Max Schreier, la principal editora y librería bajo la conducción de Werner Guttentag, la Orquesta Sinfónica Nacional, la práctica del andinismo y de esquí en Chacaltaya, la creación de grupos deportivos (Heinz/ Happ, Werner Schein), el atletismo, el ajedrez, el arte de la fotografía (Kavlin, Grunbaum), la medicina (Gerd Simon) no se explicarían sin la llegada de judíos perseguidos en Europa.

Para Bieber, la migración judía en Bolivia en los años 30 y 40 tuvo luces y sombras, sin olvidar además los esquemas corruptos de autoridades bolivianas para negociar visas falsas.

Lo importante fue que, más allá de muchos proyectos fracasados, de tantos que no lograron adaptarse al medio rural donde supuestamente tenían que aportar, las disputadas internas entre judíos de origen alemán y austriaco y los otros judíos, el decreto de Germán Busch permitió salvar muchas vidas, antes y durante la Segunda Guerra Mundial.

Aunque Bieber ha publicado diferentes textos sobre el aporte judío a Bolivia, destacando Cochabamba, y sobre las relaciones boliviano alemanas, es el libro Presencia judía en Bolivia, la ola migratoria de 1938-1940) (Lewy, Santa Cruz de la Sierra, 2010) el que recoge la parte central de sus larguísimas indagaciones en archivos bolivianos y mundiales y decenas de entrevistas realizadas en varios países de América y de Europa para conocer la opinión de quienes alguna vez estuvieron refugiados en Bolivia.

La llegada de migrantes judíos a Bolivia tuvo tres etapas, 1933-34, la principal entre 1938 y 1940 y la última entre 1941 y 1945. La primera no fue tan intensa como a otros países latinoamericanos, motivada por la llegada de los nazis al poder en 1933 y el despido masivo de empleados de origen hebreo, además de los primeros indicios de una violenta persecución.

La comunidad creó inmediatamente una entidad de resistencia y contingencia para ayudar a los refugiados y perseguidos. En Bolivia también funcionaron dos entidades fundamentales: la Joint (American Jewish Joint Distribution Comitee, 1933), que contribuyó a la llegada y a la integración de miles de judíos en Bolivia; y la Sopro (Sociedad de Protección a los Inmigrantes Israelitas), constituida formalmente en La Paz el 16 de febrero de 1939, que contó con importantes aportes del ‘barón del estaño’ de origen judío Mauricio Hoschild.

El 14 de marzo de 1938 la prensa boliviana publicó una resolución suprema donde instruía que todos los representantes bolivianos debían canalizar las solicitudes de migración judía a través del Ministerio de Agricultura. Bolivia tenía la idea de aprovechar esa migración para modernizar el agro, aunque- como el caso de Georgina Levi- eran muchos académicos y formados en otras ciencias y no querían quedarse a cuidar gallinas.

En mayo, la Cancillería informó en La Paz que la cuota de migrantes no tenía límites y el 9 de junio de 1938, fecha histórica, el gobierno boliviano anunció que las puertas del país estaban abiertas a todos los que quisieran venir a trabajar las “exuberantes tierras que les entregaremos gratuitamente”.

Lo central fue el decreto de 9 de junio de 1938, que abría las puertas de Bolivia a los migrantes judíos, aunque siempre con la dificultad que tenían que llegar atravesando otros países, como Brasil, Argentina o Chile, que no siempre los ayudaron. Había trabas por el desorden, la corrupción y la burocracia bolivianas, pero sobre todo las odiseas más desesperantes las creaban las oficinas y fronteras europeas y los consulados en Alemania.

La fecha fue clave porque poco después se agudizarían los violentos pogromos en Berlín y en toda Alemania, más tarde en varios países europeos.

La posición oficial aclaraba que Bolivia no se podía hacer copartícipe de odios y persecuciones, texto también relevado por el historiador estadounidense Herbert Klein.

El decreto estaba además acompañado por otras declaraciones oficiales bolivianas contra la persecución a judíos y destacando a la vez la necesidad de recibir a migrantes que ayudarían a la modernización del país.
 
Los resultados

Es fácil imaginar el impacto de la llegada masiva de estas familias a ciudades tan provincianas como eran entonces La Paz, Cochabamba, Sucre, Oruro, también Santa Cruz y Tarija. Algunos autores calculan hasta en 10.000 el número de migrantes, una cifra inimaginable aún para nuestros días.

Se crearon sinagogas, colegios israelitas, cementerios, centros de estudio, las primeras confiterías y los primeros restaurantes diferentes a las tradicionales pensiones, tiendas de moda, centros de deporte y la dinámica social se transformó.

Sin embargo, muchos recién llegados no se encontraban a plenitud en un medio indígena, muy diferente a su esencia cultural y después de la guerra la mayoría retornó a Europa o partió al nuevo Estado de Israel, fundado en 1948.

Los que se quedaron, generalmente se casaron y se relacionaron con nativos y formaron hogares boliviano-judíos y a la mayoría les sonrío el éxito económico.

Los habitantes reaccionaron con diferentes matices. En cambio, dos partidos políticos expresaron claramente su antisemitismo: desde la visión del nacionalismo católico, los falangistas mantenían la idea de que los judíos mataron a Jesucristo y rechazaron su venida en masa; desde la influencia nacional socialista, los movimientistas incluyeron en su primer programa ideológico su rechazo a la migración hebrea.
 
Los nuevos tiempos

Actualmente Bolivia carece de una clara política para alentar la migración.

La llegada de cientos de chinos ha causado malestar en la población porque no se percibe que traigan mejoras tecnológicas o conocimiento, sino todo lo contrario. La imagen de explotadores de obreros y campesinos, de traficantes de animales, el irrespeto a las leyes sociales bolivianas y la forma oscura de hacer negocios con el gobierno es una impronta que difícilmente se podrá superar.

Con el caso venezolano, hay dos reacciones; indignación porque en esta década llegaron tantos militares y comerciantes que aprovecharon sus lazos políticos para introducirse en el país sin dejar nada a cambio; y la compasión a cada vez más caraqueños apostados en las calles bolivianas ofreciendo arepas o comidas varias.

Mientras escribo esta nota, escucho una vez más en la radio noticias sobre la violenta represión de Israel contra los palestinos en Gaza y Cisjordania, los hombres y mujeres castigados desde hace 70 años por la creación de Israel y su expulsión irresuelta de las tierras de sus padres.

La historia nos revela que el alto precio por el Holocausto no lo pagaron los europeos, sino otros pueblos que viven como esclavos en su propio territorio.

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