Ha habido siempre en el partido republicano un ala aislacionista; es la que está en el poder hoy. Trump representa ese nativismo espantado ante el avance inexorable del país hacia una sociedad multicultural

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2 de junio de 2018, 4:00 AM
2 de junio de 2018, 4:00 AM

Hace unos días la canciller alemana, Angela Merkel, visitó China, donde se reunió con el premier, Li Keqiang, para hablar de tecnología, derechos humanos y libre comercio. En sus conversaciones seguramente se tocó el tema Trump, ahora que el presidente estadounidense ha puesto en entredicho el lugar de privilegio del imperio en las relaciones internacionales: sí, Trump parece interesado en negociar un acuerdo con Corea del Norte, pero también ha roto unilateralmente el acuerdo nuclear con Irán y ha amenazado con una guerra comercial a sus socios europeos y asiáticos. Es un momento complicado y confuso, en el que las certezas geopolíticas que sostuvieron al mundo después de la segunda guerra mundial ya no son tan sólidas: bajo el mando de Trump, los Estados Unidos ha abdicado buena parte de su liderazgo global, mientras que China, a través de acuerdos económicos y ayuda exterior en África y América Latina, no esconde sus deseos expansionistas. 
Ha habido siempre en el partido republicano un ala aislacionista; es la que está en el poder hoy.

Trump representa ese nativismo espantado ante el avance inexorable del país hacia una sociedad multicultural, y decide dar la batalla para mantener intacto su ethos blanco, protestante y anglosajón. La batalla de este nacionalismo pasa tanto por cerrar las fronteras a inmigrantes que no representen (cultural y racialmente) ese ethos –los latinos y los árabes–, como por, al interior, por asegurarse de que esa diversidad que ha enriquecido al país en las últimas décadas no se le vaya de las manos: de ahí los constantes ataques a quienes hablan español en público o la insistencia por poner a los negros en su lugar (tanto en un Starbucks como en un campo deportivo). Así, el país se agota en los últimos meses en una lucha cultural tras otra. Si los atletas negros de fútbol americano protestan contra los abusos de la policía hacia las minorías, Trump sale a insultarlos (los dueños de los equipos, temerosos de pelearse con Trump, capitulan y prohíben las protestas políticas de sus jugadores, en un gesto que atenta contra la libertad de expresión). 

Las otras luchas que mantienen ocupado a Trump son contra el procurador especial Robert Mueller y contra la estrella porno Stormy Daniels. Mueller ha seguido avanzando en su investigación sobre los lazos de Rusia con la campaña presidencial de Trump y ha logrado acusar con cargos serios a gente importante del entorno de Trump (entre ellos Paul Manafort, que alguna vez estuvo a cargo de la campaña).

El contraataque de Trump ha sido feroz: ha llamado a lo que ocurre ‘spygate’ y señalado que hay agentes del FBI que están haciendo todo por desacreditarlo. Gracias a su capacidad de decidir la agenda del día a través de sus tuits, lo que antes parecía muy obvio –Rusia ayudó a Trump a ganar las elecciones– ya no lo es tanto para muchos: sus seguidores creen en su versión. Los analistas se asombran de que, en su intento por defenderse, un presidente se haya puesto en campaña contra algunas de las instituciones más sólidas de la democracia norteamericana –el FBI, la CIA– y medios respetados –el New York Times, el Washington Post–; quienes conocían a Trump desde sus inicios en el mundo inmobiliario dicen más bien que han cambiado los objetivos, pero las tácticas no: se trata de ir siempre al ataque y oscurecer el panorama de manera tal que uno no sepa a quién creer. Puede que Trump salga indemne de la investigación; las que quedarán muy golpeadas son las instituciones norteamericanas.

La que ha sido sorprendentemente dura en la pelea ha sido Stormy Daniels. La estrella del porno, que recibió un pago ilegal del abogado de Trump para quedarse callada durante las elecciones y no hablar de su ‘affaire’, tiene un abogado de peso –Michael Avenatti– tan bullicioso como Trump. Sus movidas han ayudado a que trastabille el abogado de Trump, Michael Cohen. Se sabe que, a través de Cohen, la campaña de Trump recibía ilegalmente dinero de oligarcas rusos. Trump no defendía a Rusia por cuestiones ideológicas; sus conexiones rusas han sido sobre todo económicas, una forma de mantener el grifo constantemente abierto. Con Trump todo termina siendo más sórdido y mezquino de lo que parece en principio. 

Pese a que la economía está en un buen momento, los líos judiciales le pasarán factura a Trump en las elecciones de noviembre. Puede que su partido pierda la mayoría en la cámara de diputados, lo que llevaría a los Demócratas a soñar con el impeachment. Es muy probable que eso no prospere (los republicanos seguirían controlando la cámara de senadores), pero seguirá agotando la vida doméstica del imperio. China, mientras tanto, seguirá aprovechándose del desorden para consolidar sus ambiciones globales.     

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