El mejor homenaje a la Chiquitania es volver a ser militante de una ciudadanía mundial activa. Esta tierra sin mal, magullada nos grita: ¡Cruceño, yo creo en vos!

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8 de septiembre de 2019, 4:00 AM
8 de septiembre de 2019, 4:00 AM

Hace dos años, por estos mismos días escribí un artículo (Un sueño en septiembre). Era algo así como una oda consagrada a la esperanza y al orgullo sano –sin jactancia ni pedantería– de un pueblo altivo que, al igual que la tacuara encorvada por el viento, al final siempre se sostiene erguida. Esta vez la memoria del ecocidio en la Chiquitania me empuja a hilvanar ideas entrecortadas por el dolor y la impotencia. Sin embargo, en este mes de la primavera y de Santa Cruz, debemos encumbrar nuestro espíritu poco extenuado, y sacudirnos del polvo de la desesperanza para levantar vuelo como el Ave Fénix y mirar de nuevo un horizonte de límpida frente y leal corazón. Quienes vivimos en esta tierra, si bien somos aliados del presente, hay algo más fuerte en nosotros: la visión de un futuro mejor.

Los embates en la historia por sobre todo tonificaron el alma oriental. Primero, vivimos un olvido secular, que nos sirvió para construir nuestra propia identidad, –trenzada entre lo universal y lo vernacular–, a fundar un movimiento cívico y a formar instituciones sólidas, envidia de mediocres. Cuántas veces nos negaron la libertad, nos hicieron más militantes y acérrimos defensores de la democracia y de la justicia; dijeron que nos arrancarían el alma, solo consiguieron que nuestro espíritu brille con más intensidad. Comprendimos que el valor, la paciencia y la tenacidad, son virtudes que hieren al agresor. Pegar cuando y donde duele era solo una cuestión de tiempo y de lugar. Aprendimos de José Martí que “los derechos de un pueblo se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan”. Fue así que, con mezcla de lágrimas, dolor y de sangre, los cruceños le ofrecieron a otros departamentos hermanos el derecho a las regalías, el IDH, la elección de alcaldes o al modelo autonómico. Finalmente, pasamos de la aldea a la ciudad y luego a la metrópoli, ya no somos un punto de inflexión en el mapa. Santa Cruz es el centro geopolítico de esta región sudamericana y el suelo que alimenta a todo el país.

En fin, somos un mar de gente que tiene fe en sí misma, porque cuando se la pierde surgen el resentimiento, la inquina, el rencor o la mentira. Pero no deben preocuparnos las bravuconadas, muy bien sabemos que cualquier reaccionario o difamador, no es más que una simple tira de papel.

Cuando Santa Cruz fue puesta a prueba ante sus errores, el pueblo sabio cambió de rumbo. Nos concedimos el derecho a la equivocación, porque somos honestos con nosotros mismos. Dejamos de ser condescendientes con nuestras debilidades, para exigirnos más en nuestras fortalezas, sofocadas, chamuscadas si se quiere, pero aún palpitantes.

Hoy calcinaron parte de nuestra existencia, pero Bolivia entera sabe que una vez curadas las heridas, el pueblo cruceño volverá a ser alegre y bullanguero, jamás gemebundo, orgulloso pero no soberbio, tolerante, no cobarde, hospitalario, pero exigiendo respeto a su forma de ser, porque la vida y el ostracismo nos mostraron diferentes, lo que no quiere decir mejores. Por estos ‘pagos’, la experiencia no se mide por las cosas que se han visto, sino por el número de cosas que se han reflexionado.

Ante la tragedia de nuestro ecosistema, hoy es el momento para hacer un alto en el camino y mirarnos introspectivamente. Creímos que ‘El Dorado’ era un espacio colmado de plata; hoy sabemos que el ‘Kandire’ es esa tierra fértil, preñada de tigres, monos y colinas, atiborradas de orquídeas y tajibos de tantos colores, que nos permite respirar y alimentarnos. Esta fecunda naturaleza y el ‘voceo’, ese lenguaje peculiar del camba, fundamentan nuestra identidad. Debemos preservarlos y entregarlos sanos y salvos a los que vienen después de nosotros.

Para ampliar las fronteras agropecuarias, volvamos a escuchar de nuevo la sabiduría de los lugareños, promovamos pactos a nivel intersectorial para asegurar un desarrollo sostenible. Que no se haga de la tierra un vil negocio. Tampoco desaprovechemos la era del conocimiento, ni las políticas de una economía naranja. Por tanto, seamos resilientes y olvidando diferencias, unamos nuestras potencias por causas comunes.

Hoy arde la Chiquitania. El mejor homenaje, más allá de sembrar plantines entre sus llagas, enviar brigadas socorristas, castigar a los culpables o anular normas que hicieron abortar fuego a nuestros montes, debemos pasar de un pasividad encubridora, volviendo a ser militante de una ciudadanía mundial activa, no solo expresado democráticamente en las calles, sino en nuestros hogares, en el barrio, en nuestras provincias. Estamos acostumbrándonos a un aire enrarecido y corrompido por dentro y por fuera. El inmediatismo, la recreación, la frivolidad, el individualismo, el poder de ‘don dinero’ o la fiebre del consumismo, son algunas de nuestras principales amenazas, casi igual como el fuego que arrasa nuestra fauna y flora.

Reconozcamos que nuestro entorno está contaminado, no solo en lo ecológico, sino también en lo moral, en lo anímico y en lo institucional. Hoy, sin desparpajo alguno, muchos dirigentes solo se sirven del cargo para beneficio propio, sin importarles el bien común y el futuro de la Patria. De no hacer nada, vamos rumbo hacia un genocidio. Entonces, la lucha que debemos enfrentar es contra nosotros mismos, y no solo contra los que nos avasallan territorial, cultural o políticamente. Pensar solo en esto es entretenernos y perder de vista el mañana. Contagiémonos de ‘dialoguitis’, y que se extienda en las tertulias de familia, en los colegios, las universidades y autoridades. Que afloren las propuestas, no los lamentos.

Este no es el tiempo para decir que creemos en Santa Cruz. Eso huele a temor y falsedad. Ahora, esta ‘Tierra sin mal’, aún herida y magullada, nos grita del fondo de sus entrañas: ¡Cruceño, yo creo en vos! Chiquitania: sos nuestro “rio de pie” (Raúl Otero Reiche).