La mayor parte del parque nacional del Pantanal ya está verde, aunque las consecuencias del incendio están a la vista. Se necesita un estudio profundo

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16 de septiembre de 2019, 4:00 AM
16 de septiembre de 2019, 4:00 AM

FOTOS: ANDRÉS UNTERLADSTAETTER

Mientras los guardaparques y bomberos aún apagan los incendios en la zona de Yacuses, el Parque Nacional y Área Natural de Manejo Integrado (ANMI) Otuquis comenzó a retoñar.

Solo dos semanas después de que el fuego arrasara con una de las reservas más importantes de vida silvestre del país, el área protegida del Pantanal boliviano parece el Paraíso terrenal en medio del infierno de las quemas en la Chiquitania.

Luego de pasar la serranía de Mutún, surcando el terraplén ripiado con hierro que lleva al área núcleo del parque, la primera señal de resiliencia la regalan los paratodo, unos primos lejanos de los tajibos amarillos, mucho más alto, que, pese a que fueron abrazados por el fuego, han decidido florecer. Se ganaron su nombre porque con su corteza se hacen remedios para todo tipo de mal. Sirve para los dolores de cabeza, de estómago y, desde este año, también para curar la depresión posincendio.

Desde los troncos negros surgen flores amarillas, que contrastan con las islas de palmares sepia, de hojas muertas por culpa de las llamas, pero que también han comenzado a retoñar en la parte más alta de la copa.

Hace solo dos semanas, el paisaje era desolador. Las llamas avanzaban inclementes sobre el pasto seco, arrasando las islas de los palmares, sobrepasando trancas de control y haciendo caso omiso de las rociadas con el Supertanker, avión alquilado por el Gobierno para sofocar los incendios forestales.

Los bomberos tuvieron que correr por sus vidas más de una vez, superados por el voraz incendio y las imágenes de sicurís muertas, de caimanes afectados, recorrieron todo el país.

Se temía que el daño fuera irreparable.

El fuego ya se había comido 265.000 hectáreas, equivalentes a medio millón de canchas de fútbol o seis veces el área de Santa Cruz de la Sierra, con todo y sus 10 anillos; sin embargo, el final del incendio fue una lluvia tan feroz que incluso derramó granizo sobre el Pantanal y de allí, al parecer, se aferró la vida.

La primera señal de fauna que se ve que no es muy alentadora: parvadas de suchas descansan en los árboles enrojecidos por el hierro que hay al costado del camino, pero cuando se acerca a la zona más baja, a lo lejos comienzan a aparecer garzas, patocuervos y bandadas de enormes batos que se dan un festín con los peces que quedan en las lagunas a medio secar.

Cada vez más adentro, la vida se vuelve más abundante. A ambos lados del terraplén de hierro, un pasto aún corto y de un verde intenso crece sobre el suelo negro. De pronto comienzan a dejarse ver los ciervos. Primero son un par de hembras solitarias. Se las ve más delgadas de lo que deberían estar en esta época, pero vivas y en pie.

Luego, en medio de un charco, otras dos hembras con una cría, igual de flacas.

Después, comienzan a aparecer los machos. El primero es un adolescente con cuernos insipientes y pocas ganas de moverse de la frescura de su charca privada.

Es casi mediodía y el termómetro marca 40 grados centígrados. Unos cien metros más allá, el primer ciervo adulto, cornamenta gruesa, ancas gordas y actitud más desconfiada, sale corriendo, pero no huye de los humanos, sino que persigue a otro macho que ha tenido la osadía de acercarse demasiado a su territorio.

Antes de llegar al puente donde el río Negro cruza el camino, ya van 20 ciervos avistados y la fauna se hace exuberante: cientos de aves por todos lados, un sinnúmero de caimanes de todos tamaños toman el sol a la orilla de los charcos, como clasemedieros de viaje por el Caribe; las capiguaras se zambullen con estruendo y las sicurís lotean sus propias charcas. No queda mucha agua, toda está al costado del camino y cada especie ha reclamado su lugar.

Los guardaparques han sacado tiempo y energía suficiente para rellenar algunos pozos con agua, con ayuda de carros cisternas.

Hay que esperar a que llueva

Para Gabriela Tavera, bióloga que ha trabajado en Otuquis, hay que ser optimistas y prudentes a la vez. No hay que fijarse tanto en lo que se ve, sino que hay que descubrir qué falta y qué conectaba esa ausencia en este ecosistema.

La bióloga dice que hay que esperar a que llueva, a que toda la pampa del humedal se cubra con unos centímetros de agua y ver qué realmente crece y qué se perdió, qué necesita ser restaurado para devolverle el equilibrio al área.

Desde abajo, todo parece recuperado, pero los suchas no están ahí maldiciendo los vivos para poder comer. Desde arriba, las huellas del fuego aún son muy visibles. Hay manchones negros entre el pasto insipiente y en las islas de palmares las cicatrices son profundas, redondeadas, increíblemente geométricas, casi como las motas de los jaguares. Incluso entre el paratodal amarillo y festivo el suelo está cubierto de cenizas y de carbón.

Ya de salida, se puede ver a la cierva número 21. Es ‘La vieja’, una hembra que estaba siempre alrededor de uno de los primeros palmares que uno se encuentra al llegar a Otuquis. Solo queda su osamenta en medio del pasto retoñado. Al parecer, sus años no le dieron para huir y el humo la tumbó sobre el suelo ardiente.

La parte que quedó en contacto con la tierra prácticamente no existe. A su alrededor, casi como un ofrendas de entierro, yacen cientos de caracoles vacíos, calcinados, se deshacen al tacto. El fuego se llevó todo el carbono de sus cuerpos y solo queda el calcio. Más abajo está el suelo negro, disimulado por el pasto.

Tavera se agacha sobre la cierva, observa sus dientes gastados y confirma que es La vieja. “Era mejor que se la hubiese comido un jaguar”, comenta su acompañante. “Al menos ya sé donde está”, responde la bióloga, como si fuera un familiar de un desaparecido al que le acaban de entregar sus restos.

Ciervos y aves se refrescan en este curichi, mientras la vegetación va recuperando su color
La bióloga Gabriela Tavera observa los restos calcinados de ´La vieja´, una cierva de la zona