A medida que pasan los días, las víctimas del incendio de este pequeña localidad, ubicada en Roboré, van narrando sus historias. Un fuego descontrolado acabó con lo poco que tenían: sus casas de madera, sus cultivos, animales y árboles frutales

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28 de agosto de 2019, 4:00 AM
28 de agosto de 2019, 4:00 AM

La vivienda de los esposos Alcira Peralta y Cecilio Baudoro Siles ya no es una casa. Es el epicentro del poder que tiene el fuego. Ellos se preguntan si una bomba es tan diabólica como un incendio. Quieren saber si hay algo capaz de convertir en cenizas el trabajo de 16 años en solo media hora. En esos pocos minutos se han quedado sin techo y sin plantaciones de limones, mandarinas, naranjas y papayas. La chancha que estaban criando para prosperar también les ha sido arrebatada por la tragedia. Ahora son dueños solo de escombros, de la ropa que llevan en el cuerpo y de los sombreros que lograron rescatar antes de que aquellas lenguas calientes se lo coman todo. “Solo nos quedan unos cuantos limones de un árbol que no ha sido alcanzado por las llamas”, dice Cecilio, de 63 años de vida, ojos tristes, manos labradas por la vida de agricultor, ahora de una tierra quemada.

Pero un árbol no es suficiente para que Alcira y Cecilio puedan rehacer sus vidas. La parcela de dos hectáreas que se encuentra en la comunidad El Portón, en el municipio de Roboré, era todo lo que tenían. Se habían venido de La Ramada, otra comunidad, escapando de los monos y de los loros que se entraban en sus plantaciones en tiempos de fruta y los dejaban sin cosecha. Pero los loros y los monos no eran desconsiderados. Cuando calmaban su hambre, se iban y siempre dejaban algo en las ramas. El fuego, no. “El incendio ha convertido a las plantas en una cosa muerta”, dice Alcira, de 51 años, triste, pies con cenizas que calzan chinelas azules, chinelas que caminan por esa tierra quemada, que hace unos días era un edén y lo más grande que tenían.

Cuando salieron de La Ramada, El Portón les pareció lo más cercano al paraíso y ahí apostaron por el futuro de sus vidas. Todo era casi perfecto. La parcela estaba a 100 metros de la carretera bioceánica, entre San José y Chochís. La casa tenía una ventana que daba a las serranías con imágenes de postal y cada vez que abrían la puerta entraba un aire dulce y el canto de los pájaros se quedaba rebotando en las paredes hasta que se entraba el sol.

Las dos últimas alegrías les habían dado sus plantas de mandarina injertada que iban a cosechar este año; la cerdita con la que pensaban sacar crías para hacer crecer una pequeña granja, y el motor, que habían adquirido con el ahorro de muchos años, para bombear agua de un pozo del que brotaba un líquido cristalino y limpio que no era necesario hacer hervir.

Pero todo se vino abajo el 16 de agosto, entre las 14:30 y las 15:00. Alcira y Cecilio vieron bajar a tropel el fuego de una serranía y aun así dudaron que el incendio se anime a bajar por ellos. Cuando sintieron la furia de las llamas pisándoles los talones, él intentó espantarlas de las plantas y de la casa, y ella, salvar el motor de la bomba de agua y a la chancha que gritaba como si la estuvieran matando. Él y ella lograron salvar sus vidas y ahora están aquí, narrando la peor historia de sus vidas, caminando sobre cenizas. Dan un paso y el polvo gris se esparce por el camino. El gris reina en este escenario apocalíptico. El azul es el único color que ha quedado. Azul son dos bañadores en los que lavaban la ropa y también es azul el turril de plástico en el que guardaban el agua que el motor bombeaba del pozo. Azul también son las chinelas de Alcira.

No piensan rendirse. Desde este lugar donde todo lo que tenían se ha convertido en polvo, piden que se les ayude. Dicen que necesitan plantines de limón, de naranja y de mandarina injertada; vitaminas para salvar algunos de sus árboles quemados, herramientas para labrar la tierra, una casita, aunque sea de una habitación, cocina, utensilios, una cama, un tanque de agua, un motor y algunas mudadas de ropa.

Cecilio pide también que si alguien lo quiere ayudar que lo llame al teléfono 713-83125 o que vayan a El Portón, que pregunten por el cacique y la gente lo guiará hasta él.

Cecilio es el cacique del pueblo y es el que, junto a su esposa, más ha perdido en El Portón.

Casto logró salvar su casa

A 200 metros de este desastre se encuentra Casto Peralta, un hombre de 80 años que ha sufrido una tragedia y un milagro. El fuego ha matado a su cultivo de yuca y sus plantas frutales, pero no ha podido entrar en su casa de madera que ha quedado como una isla entre las llamas. Él no encuentra una explicación de cómo es que se encuentra con vida y con un techo intacto donde está su cama de tablas viejas, un colchón roto de bolsa de nailon y unas cuantas herramientas de labranza.

El cuerpo de Casto camina despacio y cuando vio el incendio casi en la puerta de su casa supo que no podría escapar si es que era alcanzado por las llamas. Por donde mira se encuentra con un suelo cubierto por cráteres. Sus plantas frutales que han quedado en pie están negras como ala de cuervo y en las noches el viento las mece como a fantasmas. En el día –cuenta- ningún pájaro cantor quiere posarse en ellas.

Casto no sabe cómo afrontar este drama. A estas alturas de su vida creía que tenía la gran posibilidad de echarse en las tardes en su hamaca a contemplar la vida. Eso hacía desde hace dos años cuando supo que había consolidado una parcela cuya cosecha de frutas le estaban permitiendo ahorrar para no tener dificultades económicas durante el año. Pero ahora todo ha cambiado y aún no sabe cómo volver a afrontar sus días y sus noches que son más largas que nunca.

Ronny Zambrana es un héroe anónimo que vive en El Portón y que ayudó a socorrer durante los incendios. Él se ha movido de un lugar a otro para que la gente no se queme, para que salve algo de sus pertenencias. Y ahora que el fuego ya no es una amenaza, publica en las redes sociales lo que ha soportado El Portón y otros pueblos para que Bolivia y el mundo se enteren de la tragedia.

En El Portón, a 4 km de donde vivían Alcira, Cecilio y Casto, los habitantes aún no terminan de salir del susto que el incendio amenazó con quemar sus casas. Las diez familias viven en ese escenario que cuando no hay amenaza de fuego disfrutan de un paisaje cinematográfico. Ahora se refugian en la vieja estación de tren y ahí están recibiendo la ayuda de alimentos y de ropa que varias personas les están haciendo llegar en sus propias manos y que después de dejarles sus donativos se quedan mirando los cerros por donde las rieles se abren paso para que la imaginación viaje a un mundo donde no exista ni un solo incendio.