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17 de abril de 2019, 4:00 AM
17 de abril de 2019, 4:00 AM

“Soy una persona, una niña, un niño, un adolescente, una adulta, un anciano. Una persona que oye, ve, degusta, palpa y huele. Como cualquiera, percibo el mundo a través de mis sentidos. Lo pienso y lo siento. Interactúo. Vivo. Existo en este planeta, en este país, en este lugar en el que vivo.

Como la mayoría no estoy preparada para la norma del siglo pasado: el mundo, tal como ustedes lo han organizado, no me toma en cuenta. Como tampoco hace caso de seres humanos que tienen dificultades en el oído, en la vista, la piel, las piernas, los brazos, el tamaño, el peso, el habla, la interrelación social. Tampoco -la mayoría de las veces- se trata de lentes, audífonos, medicación, sino de empatía, comprensión, inclusión y respeto.

Y digo la norma del siglo pasado, porque tengo la esperanza que este siglo, la norma sea aceptar y reorganizar el sistema de salud, las escuelas, el transporte, las aceras, los locales de comida, cualquier sitio de acceso público y los trámites, en fin, todo, para que cada persona sea tomada en cuenta.

No soy raro, no soy rara. Soy yo. Una persona única como cada uno, cada una de ustedes. Tengo necesidades como ustedes: de alimentarme, de asearme, de jugar, de aprender, de moverme y de participar. Solo que las reglas y las formas que han impuesto me excluyen. Los que deciden cómo organizar la sociedad lo hacen a su manera, en base a estadísticas, a costumbres o a leyes que marginan a las personas. La palabra, sociedad, refiere a las porciones de población que responden a los parámetros estereotipados de categorías, etiquetas y prejuicios. Una sociedad es un conjunto de socios, así lo entiende mi lógica literal.

Soy una persona diferente en mis necesidades e igual en mis derechos. Soy una persona en el mundo, como vos. Las ‘sociedades’ me han hecho daño, me hacen daño, porque me desconocen o se organizan para hablar en mi nombre, sin solucionar mi problema que es vivir como cada uno, o cada una, sin tener que sufrir los embates que, a diario, me propinan por juzgarme como si no fuera también una persona.

Mis padres sufrieron horrores cuando les dijeron que tengo autismo. Porque no soy autista, no soy un estereotipo de muñeco que no habla, aletea y se queda mirando al vacío o balanceándose por horas, ausente de lo que pasa. No es cierto. Estoy aquí y vivo el presente. Soy una persona con autismo y solo ellos, mis padres, a pesar de no saber dónde acudir para recibir respuestas, porque brindarme atención terapéutica es muy caro, escaso y privado, se las ingeniaron para acompañarme día a día, desde entonces.

Otras personas con autismo no tienen mi suerte. Yo puedo escribir esto porque el amor de ellos y mucho sacrificio para pagar profesionales que les enseñaran y me enseñaran a valerme por mí misma, me acompañan hasta hoy.

Soy una persona con autismo y logré valerme por mí misma porque aprendí del modo que necesitaba que me enseñaran. No soy tonta, ni retrasada, ni incapaz. Soy una persona que precisa otra atención de salud, de educación, de organización de las cosas. El mundo de hoy no está preparado para recibir a las personas que no encajamos en sus parámetros, tan reducidos como los talles pequeño, mediano y grande: los seres humanos somos mucho más, somos personas con autismo, con déficit de atención, con hiperactividad, con trastornos del desarrollo, con síndromes de muchos nombres, con dificultades para caminar, para hablar, para oír; en definitiva, para vivir en el mundo. Pronto seremos esa mayoría que las personas ‘normales’ nos ven como ‘anormales’ y no es así. Simplemente, tenemos otras condiciones, que en algunos casos, nos hacen más complicada la vida común, en especial cuando dependemos de otra persona para seguir”.