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19 de octubre de 2018, 4:00 AM
19 de octubre de 2018, 4:00 AM

Junto a la española boliviana Nazaria Ignacia, fue canonizado el salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980, dos días después que Luis Espinal, mientras elevaba la hostia en el púlpito, donde había vuelto a rogar para que los militares dejen de reprimir a su pueblo.

Nazaria y Oscar representan dos formas de ejercer la convicción cristiana, la profunda fe en una divinidad y en un mandato de servicio a los demás, de opción por los más pobres y vulnerables. Ahora que tanto barro se echa sobre la Iglesia católica por los desvíos imperdonables de muchos de sus miembros, hay que recordar también a los otros millares de religiosos que entregan su vida día a día, y también su muerte, para atender a huérfanos, a enfermos terminales, a enfermos mentales, a mendigos. Ahí donde ni llega el Estado, hay una vocación al servicio del prójimo. La amable misionera no padeció la persecución política. En cambio, Oscar tuvo que lidiar desde sus diferentes ocupaciones con el poder de las 14 familias dueñas de El Salvador y con la creciente represión a sus religiosos y obispos. Su muerte desató la larga guerra civil, con más de 100.000 muertos.

Desde los años 60, la Iglesia del Concilio Vaticano II, de Medellín y de Puebla, había subrayado su labor pastoral luchando codo a codo con campesinos, obreros y desposeídos para cambiar el estado injusto de la sociedad. Podemos recorrer el continente americano de punta a punta y encontrar curas y monjas trabajando en las comunidades eclesiásticas de base, en las parroquias de villas miseria, en los pueblos más aislados.

Era la misma época del surgimiento de las guerrillas inspiradas en Cuba y muchos caminos de ejércitos populares se cruzaban con los mismos objetivos que los religiosos. Camilo Torres cayó en Colombia por los años en que Ernesto Cardenal fundaba la colonia en Solentiname. En Bolivia, 99 sacerdotes y monjas firmaron el famoso manifiesto de 1973 denunciando a la dictadura de Hugo Banzer. ¡Qué tiempos aquellos!, ¡cuánto compromiso y cuántos sueños! Ahora, la memoria oficial borra esas historias.

Las tropas acusaban a los párrocos de comunistas y comenzaron a ingresar a los conventos, a torturar y violar a monjas, a matar o a desaparecer a laicos. Romero denunció todo aquello con voz firme y constante, más aún cuando asesinaron al combativo Padre Rutillo. Además, el Vaticano de Juan Pablo II también lo veía a él y a otros curas como peligrosos; oponían la Teología de la Reconciliación a la Teología de la Liberación.

Su cabeza tenía precio; ya se sabía que los paramilitares bajo el mando de Roberto D’Aubinsson estaban dispuestos a matarlo. Pero no se calló. Fue acribillado y la multitud que siguió su entierro también fue baleada en la plaza de la Catedral. Durante años, la oligarquía protegió a los asesinos e intentó diluir la figura de monseñor. Para los pobres, él ya fue santo desde siempre.

Hoy, su tumba está en una zona roja. Es difícil caminar hasta la plaza. Después de tanta sangre, los pobres siguen igual en Centroamérica. Lo peor, la izquierda en el poder resultó más corrupta que los antiguos fascistas. También sanguinaria, como Daniel Ortega en Nicaragua.

 

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