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11 de enero de 2018, 4:00 AM
11 de enero de 2018, 4:00 AM

En las últimas décadas, América Latina y el Caribe fueron severamente afectados por el alto índice de mortalidad causado por las incidencias de tránsito. Hasta la fecha, los siniestros viales son una de las primeras causas de muerte en la región, principalmente entre personas de 5 a 44 años. Esta situación es responsable de más de 142.000 muertes al año y aproximadamente más de 5 millones de personas lesionadas. 

Bolivia, con una tasa de alrededor de 20 muertes en accidentes de tránsito por cada 100.000 habitantes, está entre los siete países de la región con mayor incidencia de este problema, con cifras que triplican a las de los homicidios y que constituyen una de las principales causas de muerte. Se verifica que un tercio de estas ocurre en Santa Cruz, ya que de alrededor de 30.000 accidentes de tránsito, un tercio corresponde a esta región con el saldo de alrededor de 4.000 heridos y más de un centenar de decesos al año. Dos tercios se dan en zonas urbanas y entre grupos de alto riesgo, como motociclistas, ciclistas, peatones y otros modos de transporte no motorizado. 

Junto al sufrimiento que esta realidad representa para los heridos y familiares, también genera una importante demanda en la atención prehospitalaria y de trauma, además de una sobrecarga para los servicios de salud y un alto costo para toda la sociedad. Se estima que en el caso de Santa Cruz representa alrededor de $us 15 millones año.

El problema es tal que, hace años, organismos internacionales como Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud, han tomado conciencia de la necesidad de actuar de manera coordinada hacia la mejora de la seguridad vial y la reducción de las consecuencias del tráfico y la siniestralidad. Entre los desafíos a superar está la necesidad de mejorar los sistemas de información para conocer en profundidad los problemas más graves y promover planes para darles solución; la necesidad de empoderar a los gobiernos locales como la autoridad central en movilidad urbana; la regulación, el control y monitoreo del parque automotor; la implementación de estrategias de prevención y educación sobre seguridad vial;  las mejoras en la administración y gestión del tráfico urbano; las mejoras en el sistema de transporte público y en la infraestructura no motorizada promoviendo áreas peatonales y ciclovías; y las mejoras sustanciales en la atención a las víctimas de siniestros, tanto en los  tiempos de respuesta razonables como en la capacidad de tratamiento y minimización hospitalaria de las lesiones permanentes como consecuencia de siniestros de tránsito. 

Al respecto es alentador conocer que la Secretaría de Movilidad Urbana del Gobierno Municipal asumió el reto de formular un plan participativo de movilidad urbana como resultado de un pacto ciudadano, frente al cual no me cansaré de aconsejar la necesidad de convocar a las ‘élites que mueven las ciudades’, entendidas como los actores que pueden modificar el pensar, el sentir y el actuar de amplios sectores de la ciudadanía, como los líderes de opinión, el líder de los vecinos, de los profesionales, de las iglesias, del sector académico, de los transportistas, de los vendedores ambulantes, pero también es parte de la élite el gran banquero, el líder de los empresarios o la líder de las trabajadoras sexuales.

De manera que, abandonando la idea de hacer proyectos para la ciudad, asumamos la ciudad como proyecto de bien público y por tanto de igual calidad para todos, que bajo el imaginario de “una ciudad  segura, una capital productiva y una ciudad para el bien vivir”, beneficie a los intereses de cada uno de los actores de la élite, anteponiendo el interés general frente al interés particular y sustituyendo la negociación sectorial traducida en el “yo cedo hasta acá y tú hasta allá”, por la práctica de negociaciones espaciales buscando un bien superior, una imagen objetivo compartida de ciudad, en función del cual se subordinen los objetivos sectoriales y se eviten asimetrías que podrían generar colisión de intereses.

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