Opinión

Más guardaespaldas, que padres

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29 de abril de 2018, 4:00 AM
29 de abril de 2018, 4:00 AM

El drama de Karina, la mujer que fue golpeada por Pablo, su pareja y teniente militar, nos obliga a retomar una discusión no solo sobre los defectos perversos de la trilogía policía-fiscales-jueces que alienta la impunidad de la mayoría de los agresores (gran porcentaje de ellos, reconocidos como asesinos). Nos obliga también a repensar sobre los roles que desempeñamos como padres y madres en la crianza y educación de nuestros hijos. Una reflexión sincera y sin miramientos con nosotros mismos, que sea capaz de llevarnos a reconocer los errores cometidos en una tarea que no acaba nunca de darnos lecciones.

Uno de esos errores es el de asumirnos más como guardaespaldas que como padres de nuestros hijos. Literalmente, como dice la periodista española Eva Millet (a la que acabo de descubrir en una interesante entrevista sobre hiperpaternidad), esos padres que van por ahí repitiendo “no toque usted a mi hijo”. Una sobreprotección que es defecto y no virtud cuando la advertencia de “no toque usted a mi hijo” se da para “salvarlo” de algún castigo o sanción establecida por alguna falla, error o delito cometido por este. Es lo que parece haber sucedido en el caso de Karina y Pablo. Ella termina presa y él, libre.

Ella, con una profunda herida en la frente y varios hematomas, quedó detenida por seis horas en la Felcc, adonde había sido trasladada por la Policía, junto a su agresor Pablo. Él fue liberado en el acto, pese a las evidencias de la agresión. ¿Por qué? Porque el padre de Pablo se había adelantado con una denuncia en contra de su nuera, según declaraciones públicas de Karina, no desmentidas por la Policía. Es fácil imaginar al suegro diciéndole a ella y a los policías: “¡Nadie toca a mi hijo!”, mientras hace llamadas a abogados y fiscales amigos para que le ayuden a sacar al hijo de semejante lío. Guardaespaldas, no padre.

Mientras escribo estas líneas, imagino también a muchos leyéndolas y reprobando lo que digo, mientras le hacen guiños al padre de Pablo, convencidos de que él está haciendo lo correcto. Lo digo porque ya he debatido mucho con otros padres sobre el rol que estamos jugando en la preparación de nuestros hijos para enfrentar la vida y encarar cada una de sus relaciones, sobre todo las de pareja. He visto cómo han sido defendidos padres que han apañado la mala conducta de sus hijos, cómo han tratado de burlar leyes para que no purguen penas por delitos cometidos, muchos de ellos bajo el efecto del alcohol y otras drogas. He oído madres, hermanas y tías defendiendo a sus varones agresores. Y más.

Debo decir que esas discusiones han sido en su mayoría dolorosas y frustrantes. En cada una de ellas he repetido cosas que son de sentido común: que sé que no es fácil ser padre y madre, que debe ser durísimo ver a un hijo entre rejas o en el estrado, acusado por algo malo, pero que ruego todos los días no perder nunca el sentido de justicia, del bien y del mal. Les digo que mis hijos saben muy bien cuánto los amo, que se los recuerdo a diario, pero que les recuerdo también que si cometen alguna injustica, dañan o agreden a otros, no me verán justificando sus excesos. Estaré con ellos en el bien y en el mal. Pero aplaudiendo el bien y nunca consintiendo el mal. Como aprendí de mis padres. 

¿Por qué una enseñanza tan elemental es cada vez más difícil de aceptar y replicar? ¿Qué es lo que realmente nos está moviendo como padres y madres? ¿Por qué hay cada vez más guardaespaldas que padres? ¿Por qué cuesta tanto aceptar que la sobreprotección es más perjudicial que beneficiosa para nuestros hijos? Y hay más. Esto ya no se trata solo de nuestros hijos. Esto tiene que ver con la sociedad que estamos construyendo. No será siempre un Pablo el que tendremos en casa. Un día puede tocarnos una o más Karinas. ¿Y qué haremos entonces? De hecho, ya hay padres y madres padeciendo por sus Karinas.

Tantas, que cuesta llevar la cuenta. Aquí y en el resto del mundo. Un caso más dramático que otro. La mayoría de ellos, gozando de impunidad. Una impunidad que lastima no solo a las víctimas directas, sino a todos. Me atrevo a decir que incluso lastima a quienes son, en primera instancia, favorecidos con impunidad. Al final, nadie sale ganando en el juego perverso de la violencia, aunque por ahora algunos aparecen cantando victoria y hacen alarde de sus atropellos, reproducidos de manera exponencial por todos los medios. Urge romper el círculo vicioso, retomar el debate sincero sobre nuestro rol como padres y ser capaces de ponerle freno a los Pablos, con sus guardaespaldas incluidos. 

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