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11 de septiembre de 2018, 4:00 AM
11 de septiembre de 2018, 4:00 AM

La adecuación de la Ley de Organizaciones Políticas (LOP) era una necesidad del sistema político y de la democracia. El uso, la manipulación y el manoseo del que ha sido objeto para satisfacer una necesidad enfermiza de poder no disminuye el valor de su calidad instrumental, pensada y diseñada para fortalecer procesos que debían concluir el 2025.

En el trabajo responsable no hubo ingenuidad ni inocencia, y las mentiras del presidente de los senadores y la manipulación del propio presidente Morales sobre los plazos están dejando una norma que no sabemos todavía cuántas magulladuras más deberá soportar.

Fui parte del equipo de ciudadanos proponentes, y en esa calidad reitero que la ley aprobada, en sus plazos, es una burla al sentido común y un intento de validar una candidatura derrotada por un referéndum. Si a ello le sumamos la mentira del tamaño de un poder del Estado, y que en un país democrático y serio, esa situación generaría una crisis de Estado, me veo obligado a preguntarme ¿Nos estamos acostumbrando a las mentiras? El flamante presidente de la Cámara de Senadores, Milton Barón, sorprendió al país informando que los plazos para las primarias de los partidos “se consensuaron con su presidenta por teléfono”, mientras que la presidenta del Tribunal Supremo Electoral debió aclarar “que no habló con el senador Barón”.

Lo evidente es que la LOP ha establecido un cronograma electoral de difícil explicación a nosotros y al mundo, pues no existe otro Estado que tenga uno similar. Por ella, deben definirse las posibles candidaturas para su elección en primarias, un año antes del proceso nacional, pero además, al incorporar esos plazos, deja al margen del juego democrático a las organizaciones y plataformas ciudadanas que están buscando su modo de participar en procesos electorales. El tiempo y las condiciones no permite sino la participación de los partidos tradicionales.

La legalidad de que está investida la institucionalidad formal está poniendo a prueba la legitimidad de las medidas. Este debate, que no lo teníamos desde los gobiernos de facto y que pensábamos que estaba superado, vuelve con una crudeza que seguirá dividiendo a la sociedad boliviana. Las declaraciones de los líderes ciudadanos están enfrentando el discurso formal del cumplimiento obligatorio de la ley, de la aplicación preferente de la norma y del sometimiento al principio de legalidad, en torno a un inaceptable derecho humano del presidente que pretende dejar de lado la regulación política que incorporan las constituciones, para superar la ley del más fuerte, o el más violento. Y que para el caso boliviano cuenta, además, con un referéndum que lo ratifica.

En este diálogo de sordos entre el poder y la ciudadanía, ya existe un antecedente práctico con la anulación de la ley que aprobaba el Código Penal, norma que cumplió con los procedimientos formales de legalidad, pero la ciudadanía dijo que no era legítima, lo que obligó a desandar el camino a quienes hasta momentos antes de la declaración presidencial perjuraban su cumplimiento pleno.

En ese entonces, una multiplicidad de actores logró el resultado. Los Mandiles Blancos, las pañoletas rojas, las promociones, los jóvenes de plataformas diversas, las mujeres valientes como se autodenominaron, hicieron retroceder a la maquinaria del poder. Pareciera que a las autoridades les gusta ponerse a prueba. Esta batalla democrática es más grande que la del Código Penal.

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