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10 de septiembre de 2018, 7:59 AM
10 de septiembre de 2018, 7:59 AM

Durante años quise ser una de los chicos. Había visto a mis compañeras que se embarazaban forzadas a abandonar el colegio católico (un colegio en el que no nos daban educación sexual), y más tarde vi a muchas amigas renunciar a sus carreras para dedicarse a la maternidad. Yo quería una carrera, el espacio de lo público. No me identificaba con ningún rol femenino: no me interesaba el rol sacrificado de la madre ni el lugar sumiso de la esposa ni el papel silencioso de la mujer que cuida de los demás. Y como me era imposible desear ese espacio doméstico y subalterno, desprecié lo femenino, me identifiqué con los valores masculinos y quise que los hombres me vieran como un hombre más. Aceptar mi “mujerez” era asumir mi inherente vulnerabilidad y el desbalance de poder entre hombres y mujeres, y eso me colocaba en una situación de impotencia ante una estructura que yo no podía cambiar. Entonces anhelé ser una de los chicos.

Los hombres están socializados para unirse entre sí y para crear desde temprano redes efectivas de poder y de solidaridad. No pasa lo mismo con las mujeres, a quienes nos socializan para competir entre nosotras por la atención y la aprobación masculinas. Muchas veces fui la única mujer en los círculos de chicos y me sentí orgullosa de que me aceptaran en el clan. Y por esto no les contaba de las veces que había sido manoseada al pasar por desconocidos en lugares públicos, ni del miedo que sentía de ser violada al volver sola a mi casa por la noche, después de estar con ellos. Me tocaba lidiar a solas con esas circunstancias para no abrumar a los amigos con problemas de mujeres. Pero los límites de la amistad los rayaron muy pronto ellos mismos: poco después de graduarnos del colegio crearon una fraternidad para verse todos los jueves y me dijeron que las amigas no estaban aceptadas porque esto generaría en el futuro celos con las novias. Las novias, por supuesto, tampoco estaban aceptadas.

Entendí que el espacio de la fraternidad era un lugar de reafirmación y celebración de lo masculino. Una institución incuestionable donde se van afianzando los vínculos del patrimonio a través de la amistad entre los hombres, un circuito del que están excluidas las mujeres.

El patriarcado siempre busca formas de actualizarse. En Santa Cruz, en la generación de mis padres el “viernes de soltero” fue un derecho inalienable de los hombres: el día a la semana en que se desentendían de toda obligación familiar y de pareja para darse el gusto de salir a divertirse sin ninguna restricción o consecuencia. Décadas después, el viernes de soltero se revistió de una bien ganada reputación de costumbre cavernícola y fue reemplazado por el “jueves de frater”, que viene a ser lo mismo pero realizado un día antes y con una denominación más respetable. La “frater” es una cita sagrada e ineludible que reafirma el pacto masculino y su derecho a tener un espacio para hablar y hacer “cosas de hombres”, y donde las mujeres no tiene acceso si no es, ocasionalmente, en calidad de esposas. Es tan impostergable el llamado de la “frater” que las mujeres saben implícitamente que no pueden planear ninguna actividad con los varones los jueves por la noche. Después de todo, con quien se miden muchos hombres, su objeto de deseo, no es una mujer sino otro hombre: entre ellos se admiran, entre ellos compiten, entre ellos encuentran a sus verdaderos interlocutores.

Las mujeres cruceñas, alguien me dirá, también tienen sus reuniones: el “miércoles de pasanaku”. Pero hay diferencias: mientras las reuniones de la “frater” se llevan a cabo una vez a la semana en una sede que es propiedad conjunta de los participantes, la reunión del pasanaku se realiza una vez al mes en los hogares de las mujeres, a la vista de los hijos, y generalmente estas citas acaban más temprano. La “frater” hace hincapié en que la vida social del hombre está desligada de su rol familiar, y en que el tiempo de esparcimiento lejos de las mujeres es una prerrogativa suya; no necesita siquiera pedir permiso.

Los “jueves de frater” son la manera explícita en que se articula socialmente el capital en Santa Cruz, en medio de una estructura patriarcal. No es casualidad tampoco que la costumbre del “jueves de frater” esté sobre todo arraigada en Santa Cruz, la ciudad donde hay más concursos de belleza y cosificación de las mujeres. Pregúntenle a un empresario con quiénes se reúne los jueves por la noche y sabrán de sus negocios. Las fraternidades son parientes de las comparsas, las logias y otras agrupaciones exclusivamente masculinas que a su vez controlan las instituciones privadas y públicas más poderosas. Bastiones del conservadurismo como el Comité Pro Santa Cruz, que defiende los intereses de la elite dominante, históricamente han vetado el acceso a las mujeres. Las asociaciones de mujeres están tan supeditadas a los intereses patriarcales que sus grupos se conforman a partir del hecho de ser esposas de los fraternos; el Comité Cívico Femenino se dedica en Santa Cruz a manifestarse contra la comunidad LGBT y contra los derechos de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, y perpetúa en el siglo XXI el papel sumiso de la mujeres que solo salen a la calle en defensa de los intereses del Padre (sea este la iglesia, el capital, el estado, la elite, el empresariado, el marido y también el padre).

Tardé años en asumir las múltiples maneras en que el machismo me afecta a mí y a millones de mujeres. El momento en que una mujer se da cuenta de que vive en una sociedad patriarcal y se plantea dejar de ser funcional a ese sistema es el momento en que nace como feminista. Un paso en esa dirección es dejar de identificarse con los valores del amo, esto es, dejar de desear ser uno de los chicos, y también renunciar a complacer al Padre (lo repito: sea este la iglesia, el capital, el estado, la elite, el empresariado, el marido y también el padre). No es querer que haya un día a la semana dedicado exclusivamente a las reuniones de mujeres, ni que exista una presidenta en el Comité Pro Santa Cruz, ni que acepten mujeres en las logias, sino cuestionar los mismos principios sobre los que se sustentan esas instituciones para poder imaginar alternativas. Y construir formas de organización y redes de solidaridad que desmientan una de las tantas patrañas del patriarcado: que no existe la amistad entre mujeres.

 

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