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13 de julio de 2019, 4:00 AM
13 de julio de 2019, 4:00 AM

Alarma. En lo que va del año, Bolivia tiene nuevamente el mayor índice de feminicidios de la región. Estremecen los números y las formas cómo van aumentando: asfixiadas, enterradas, baleadas, quemadas, apuñaladas, ultrajadas.

¿Cómo es posible tener este amargo récord, a pesar de tener una normativa focalizada estrictamente en la violencia de género (la Ley 348)? ¿Cómo pensar una realidad distinta para el futuro de las mujeres en el país? Al respecto, cabe destacar los esfuerzos del Estado. La propuesta de un encuentro internacional para operativizar la citada ley, desde la Fiscalía General, o la anunciada estrategia del Servicio Plurinacional de la Mujer y Despatriarcalización “Ana María Romero” para articular actores y declarar una alarma nacional, son algunos ejemplos. Pero como bien sugirió la directora de esta entidad, Tania Sánchez, la ley no es suficiente, “hace falta el concurso de toda la sociedad” para resolver esta problemática.

Es preciso considerar que el feminicidio es el último eslabón -y más perverso ciertamente- de una cadena de actos, que representan gradualmente el uso violento del poder que se ejerce sobre la mujer. Como bien sugieren Amigot y Pujal (2009), se debe entender la dimensión polimorfa del poder en relación al género. Esto implica pensar en aquellos dispositivos cotidianos, culturalmente aceptados, que fomentan y sostienen una relación inequitativa de poder, en relación a la mujer.

En Bolivia, tres ejemplos públicos -también registrados en el primer semestre de este año pueden ilustrar algunos de esos dispositivos. Primer acto.

Marzo. Irónicamente ocurre durante la conmemoración de los 23 años de la Federación de Mujeres de Comunidades Interculturales, en Chimoré. El dirigente cocalero, Leonardo Loza, dijo: “la compañera ejecutiva tiene garantizado miss Federación, miss Cholita Federación, garantizado para nuestras autoridades”. Objetiva a las mujeres que cita; las expone; las minimiza. Y lo hace en un acto público. Poder ejercido. Pero varios ven al hecho “solo” como una broma. Así también se trata de justificar el reciente acto de agresión del gobernador de Chuquisaca, Esteban Urquizu, a una mujer. Sin pudor, puso su mano en el trasero de ella.

“Es un jugueteo sexual (…) no atenta contra la vida de la mujer” indicó la asambleísta del oficialismo, Sandra Siñani. Se sostiene la construcción objetiva de la mujer y se fortalece subjetivamente la posibilidad de ejercer una agresión contra la misma. Además, se justifica el acto y se limita los alcances de su gravedad. Qué lejos está Siñañi de aquello que llaman “sororidad”.

Tercer acto. Abril. Orlando Ceballos, magistrado del Tribunal Constitucional Plurinacional, es denunciado por violencia intrafamiliar.

Sin embargo, al poco tiempo, su esposa desiste. Él pide perdón. Y así los círculos de la violencia inician su perpetuación. Por ello, junto a los esfuerzos normativos y macro sociales, el Estado debería condenar este tipo de actos. Pues estos legitiman, desde la esfera pública, un ejercicio cotidiano de violencia hacia la mujer. No esperemos más feminicidios para actuar al respecto. Los dispositivos simbólicos pueden ser imperceptibles para muchos. Pero son estos los que fortalecen y perpetúan el poder. En este caso, el que se ejerce contra la mujer.