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16 de septiembre de 2018, 9:31 AM
16 de septiembre de 2018, 9:31 AM

Estudié toda la primaria en la escuela pública Cornelio Saavedra en el sur más agudo de Bolivia, Villazón. Hoy, 16 de septiembre, mi colegio cumple 100 años. Honor, gloria y larga vida a esta institución que formó a miles de estudiantes de Potosí y otras latitudes del país. Mi homenaje va en forma de testimonio y una breve reflexión sobre la educación.

Para los privilegiados, en el recuerdo, la infancia siempre es linda, bucólica y mágica. Por supuesto, para otros puede ser un ensayo del infierno. Mi paso por la Cornelio Saavedra fue maravilloso a pesar de las precarias condiciones de la infraestructura. Nuestras aulas eran pequeñas y frías, pero iluminadas por la alegría de los niños. Por algunas ventanas rotas soplaban unos chiflones en do mayor que creaban la música de fondo de las clases. Los pupitres viejos y maltratados hablaban lenguas muertas cuando uno escribía sobre ellos. En varias ocasiones parábamos las clases para resucitar a estos armatrostes de cansada madera porque colapsaban de la nada. Felizmente, un par de años de iniciada mi formación, el Gobierno argentino donó un edificio nuevo muy bien equipado. En estos 100 años, en el país nuestras escuelas han mejorado en términos de estructura, pero sospecho que el compromiso de los profesores ahora es menor.

Entre tanto, el diseño de las aulas continúa muy tradicional, responde a un concepto de organización del espacio de la primera revolución industrial. El profesor sobre una tarima, alejado de los estudiantes, y filas de bancos fijos y rígidos. La producción del conocimiento como en una línea de montaje. En la actualidad, las salas de aula son flexibles, el maestro se integra al grupo de alumnos, las mesas son redondas para facilitar el trabajo por proyectos y en equipos.

Era un alumno aplicado, pero con una caligrafía espantosa y una vocación por la lectura que –según mi profesor de matemáticas– me metería en problemas con los gobiernos autoritarios y cansaría mi vista. En la época estaba seguro de que mi letra me llevaría a la tumba prematuramente y mi lápida sería un garabato espantoso. En el cementerio nadie encontraría mi lecho eterno. Mis profesores me condenaban a llenar centenas de cuadernos de caligrafía donde debía dibujar círculos inútiles, triángulos simétricos y letras regordetas y cursis, pero a la hora de escribir, las frases largas me salían jeroglíficos egipcios.

En la desesperación infinita, con otros compañeros de infortunio ológrafo, íbamos a las desoladas pampas que quedaban detrás de la estación del tren en Villazón, donde cazábamos lagartos, a diestra y siniestra, les cortábamos las colas y frenéticamente nos frotábamos las manos con estas. Se decía que mejoraba la letra.

Conmigo no funcionó y padezco de la maldición de la mala letra hasta ahora. En la actualidad, me hubieran diagnosticado dislexia incurable y tendría un tratamiento especial. Nuestras escuelas ahora son más tolerantes con la diferencia, aunque el desafío sigue siendo muy grande, en especial para identificar y diseñar sistemas de aprendizaje para múltiples inteligencias.

Las clases de lenguaje tenían dos objetivos: vacunarnos contra las tentaciones de hablar con acento argentino, algo muy común en las fronteras, y escribir con propiedad y sin errores ortográficos. La profesora fracasó en lo primero, mis coterráneos cuando toman algunos vinos de más se vuelven porteños cerrados. En el segundo caso, el resultado fue precario, pero este no era un problema de mi escuela, en realidad este es un desafío estructural en Bolivia hasta la fecha. La lectura, comprensión y redacción es una gran debilidad de nuestros estudiantes de primaria.

Mi maestro de matemáticas era muy inteligente, nos enseñaba aritmética de manera contextualizada. Villazón es un centro comercial, así que aprendimos a sumar intuitivamente, analizando reajustes del tipo de cambio y usando ejemplos domésticos. Por ejemplo, con cierta frecuencia se producían cambios bruscos en la geografía alimenticia de nuestras mesas. En ciertas épocas, no faltaban el dulce de leche Sancor, un buen bife de chorizo de carne argentina y el vino Toro. Pero de la noche a la mañana desaparecían estos productos y surgían el dulce de membrillo de doña Hortencia, una carne altiplánica dura, que dio origen al famoso bife a la James Bond (frío, duro y con nervios de acero), y el vino chapaco, que no estaba nada mal. El tipo de cambio se había devaluado en Bolivia. Un aprendizaje de la aritmética a partir de la realidad creo que es un gran avance que nuestro sistema educativo debía adoptar con convicción.

El maestro de historia era un apasionado por el teatro. Sus clases eran las mejores. Todo el año organizábamos obras que contaban eventos históricos. Simón Bolívar en sus últimos días, Túpac Katari a la hora de su descuartizamiento, Eduardo Abaroa defendiendo el puente del Topáter. Las horas cívicas eran acontecimientos memorables donde se volcaba todo el pueblo. En la primera fila estaban el alcalde, el jefe de Aduana y el representante de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos. Frente a esas masivas concurrencias se montaban soberbias obras históricas. En las escuelas fronterizas se siente la patria de manera diferente. Todos los lunes cantábamos el himno nacional a todo pulmón. Se decía que se escuchaban nuestras voces hasta la Quebrada de Humahuaca. La conexión entre artes, cultura e historia me parece fascinante. Sospecho que este es un desafío de nuestro sistema de educación contemporáneo, juntar estas disciplinas y despertar el espíritu cívico.

Recuerdo con mucho cariño mis seis años en la escuela fronteriza Cornelio Saavedra, saludo a los directores, profesores, administrativos y alumnos y exalumnos por estos 100 años de lucha y logros. En la primera infancia se forman las bases de la vida. Agradezco a mi escuela por mi formación.

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