Opinión

Lo Cortez tiene mucho de valiente

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12 de agosto de 2018, 4:00 AM
12 de agosto de 2018, 4:00 AM

La celebración de los 50 años del Hotel Cortez es un excelente pretexto para recordar una inspiradora historia de vida. Un recordatorio muy oportuno, además, en estos tiempos en los que nos debatimos entre la desesperanza y la apatía, entre resentimientos y egoísmo. Hablo del testimonio de vida legado por Martín Cortez James, al que por supuesto suma méritos la personalidad y el coraje de su compañera de ruta, Alicia Uzeda. Juntos lograron formar una gran familia con doce hijos. Y juntos también sentaron las bases de algo que hoy es mucho más que un hotel de primera. Es, en realidad, una extensión de aquella, un familión que suma cientos de almas, entre trabajadores y extrabajadores del Cortez.

Nada de ello hubiera sido posible sin un Martín soñador, dueño de una voluntad de hierro puesta a prueba en reiteradas y dolorosas experiencias de vida. Un Martín nacido entre el amor desencontrado y la ausencia de buena fortuna, pero al que desde muy chiquitito le sobró capacidad para vencer las adversidades y para hacer atractivas las exigencias. ¡Vaya si enfrentó dificultades, desde sus primeros años de vida! El maestro Édgar Lora supo dar cuenta de ellas en la biografía que escribió de don Martín y que publicó en 2005 con el título A mi manera, bajo el sello editorial de La Hoguera. Allí hay un resumen precioso de la vida y trayectoria de Martín, al que sumo los recuerdos de dos de sus hijos.

A ese resumen biográfico y a los recuerdos de Alfonso y Marco Antonio acudí estos días para tratar de explicarle a mi hijo Ignacio cuál es el secreto del éxito empresarial y familiar de los Cortez Uzeda. Eché mano también de unas sencillas pero profundas reflexiones sobre la felicidad hechas por el siquiatra español Enrique Rojas, al que tuve la suerte de escuchar hace poco en nuestra ciudad, y que me ayudaron a identificar y a describir la fuerza esencial que les llevó a cosechar ambos logros. Una esencia cultivada por Martín a lo largo de sus 78 años, a punta de voluntad y de amor por la vida y por el trabajo, en un recorrido con las ilusiones puestas en el porvenir y no con la mirada perdida en el pasado.

Martín sufrió horrores, pero él mismo desdramatizó su vida. No vivió preso de las heridas dejadas por los desamores y las tantas injusticias del pasado. A nadie culpó por los golpes y piedras en el camino. La ausencia de escuela la transformó en escuela de vida. A las carencias sufridas le contrapuso la abundancia en el don de compartir. Supo alcanzar el justo equilibrio entre corazón y razón. Y supo, sobre todo, trabajar el amor elegido. Cada una de esas acertadas elecciones, resultado no de una herencia genética sino de un acto de voluntad, coinciden con los pasos señalados por el Dr. Rojas en los recorridos que va delineando durante sus investigaciones sobre el comportamiento humano y la felicidad.

Mientras iba respondiendo las inquietudes de Ignacio, entremezclando los relatos sobre la historia de don Martín y las reflexiones sobre la felicidad hechas por el doctor Rojas, no pude escapar a la tentación de hacer un parangón entre la vida de un Cortez que tiene mucho de valiente, y la de un Morales que tiene mucho de resentimiento. El primero fue feliz, amó y fue amado, cosechó logros y dejó un legado de trabajo que promete seguir rindiendo éxito a sus descendientes. El segundo no parece ser feliz, es más temido que amado, está cosechando fracasos y su legado de éxitos está en dudas, para preocupación de los suyos y los ajenos. La diferencia, le digo a Ignacio, está en la esencia (capacidad de amar) y en la apuesta de vida (trabajar, con voluntad de hierro, para alcanzar metas con la mirada ilusionada puesta en el futuro y no martirizada y volcada hacia el pasado).

 

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