Opinión

Las noches de Franz Kafka

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9 de abril de 2018, 6:04 AM
9 de abril de 2018, 6:04 AM

En la antigua casa de Franz Kafka hay una ventana por donde entra una luz invernal y la cálida imagen de barquitos navegando sobre el río Moldava de Praga, y, más allá, el puente Carlos IV, el más antiguo de la ciudad checa, el que es de piedra oscura y que descansa solo en las madrugadas, cuando los turistas con sus palos selfi ya se han ido a dormir o buscar cerveza.

Aquí, en la antigua casa de Kafka, si uno se aleja de la ventana pequeña, llega la noche sin nada de luna cuando la noche aún no ha nacido y con ella despierta Gregorio Samsa convertido en un enorme insecto. Una oscuridad repleta de sonidos que salen de alguna parte y que llevan de la mano como un fantasma amable hasta la alcoba de La Metamorfosis.

En otra parte de la ciudad y en otro tiempo, en la casa de su hermana, en la número 22 del callejón estrecho, dentro del Castillo de Praga, Franz Kafka se escapaba a escribir para que su padre no lo viera en esa faena que cuentan que le embroncaba. Ahí se ponía manos a la obra dándole a la faena de narrar su mundo, en esa buhardilla de tres por cuatro metros, en ese pequeño barrio donde también habitaban hombres contratados por el rey para que encuentren la fórmula para convertir el acero en oro.

El oro lo encuentran ahora los viajeros que llegan de muchos rincones del mundo porque toda la ciudad es una joya valiosa, con sus edificaciones que cuentan historias, sus jardines de postal y sus calles angostas donde algún director de cine comanda el rodaje de una película en la que resucita personajes que mantienen la mismísima ropa de otra época, porque en Praga uno navega en un tiempo que está siempre ahí, recorriendo la vida sin prisa porque la prisa aquí aún no ha sido inventada.

Este es un lugar para narrar y leer y sentirse un viajero eterno. Zarpar desde aquí hacia cualquier rincón del mundo y retornar para disfrutar del lenguaje de las estrellas. Como una fábula la noche ha llegado antes: luminosa y profunda como una crónica de Martín Caparrós, ansiosa como una carta que va en camino, misteriosa como la casa de Marguerite Duras, impresionante como un libro de Franz Kafka y valiente como una película de Mabel Lozano que es capaz de desnudar el alma humana para que este sea un mundo más bello y mejor. Eso es lo que uno siente cuando la noche cae en este punto luminoso de la Tierra y mira por la ventana y los adoquines brillan como si estuvieran mojados con el resplandor de la luna. 

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