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19 de junio de 2018, 4:00 AM
19 de junio de 2018, 4:00 AM

Un equívoco político del Estado boliviano está generando una confrontación de resultados negativamente innecesarios, la ruptura de la relación entre lo urbano y lo rural. La opción ideológica por lo “originario indígena campesino” nos ha llevado a una suerte de negación de lo urbano, como si vivir en ciudades fuese negativo.

Resulta complicado, es cierto, modificar una decisión que generó respuesta electoral y simpatías, adentro y fuera del país, frente a la constatación que respondiendo a una pulsión mundial, la gente prefiere vivir en conglomerados humanos provistos de oportunidades (aunque no sean todas ciertas), a hacerlo en territorios abandonados, sin servicios públicos básicos y lejanos de cualquier lugar.

No se trata de la ruptura que generó el capitalismo ni la revolución industrial que demandaba mano de obra en las fábricas; la multiplicación del sindicalismo y la fuerza del proletariado establecieron, lucha social de por medio, un equilibrio que se ganó con acción política, pero que fue más lejos a la simple reivindicación de clase. Sería un acto de torpeza ideológica decir ahora, como se lo escuchaba a inicios del siglo XX, que las ciudades buscaban aniquilar al campo y su capacidad organizativa. Estamos frente a una demanda de economía de escala y de cobertura de condiciones de vida digna lo que está en juego. Se viva en el campo o en la ciudad.

La denominada Nueva Ruralidad plantea retos profundos a las necesidades de seguridad y soberanía alimentaria expresadas en el Objetivo 2, Hambre Cero, que se ha impuesto la humanidad. ¿Quién los producirá y dónde, el alimento que necesitan quienes viven en las ciudades? Recordemos que la población en América Latina ya vive un 80% en ciudades, y Bolivia en el 2032 lo hará un 90%.

Se trata entonces de un acto de inteligencia el encontrar una respuesta ajustada a nuestra realidad. Un país gobernado por un campesino que debe reconocer que su gente, y los originarios e indígenas, se están vaciando hacia las ciudades. Aquí no hay un acto de perversidad ideológica ni de consignas políticas, se trata de una constante desde los albores de la historia de la humanidad y que se expresa en vivir en comunidad, y migrar a los lugares que existen mejores tierras, hoy, mayores oportunidades.
Las ciudades ya llegaron a Bolivia. Estamos viviendo en ellas sin cumplir la agenda urbana básica que nos señala la realidad. Cuando comprobamos qué nivel de necesidades estamos resolviendo, nos damos cuenta de las asignaturas pendientes que debemos enfrentar: problemas de transporte, de distribución de alimentos, seguridad, oportunidades de trabajo, ocio productivo…
Lo único que no podemos hacer es negar esa evidencia. Y por el volumen de respuestas que estamos encontrando, tampoco tenemos que angustiarnos si todavía no tenemos las respuestas adecuadas; resulta que el mundo ya se ha dotado de soluciones para cada una de las necesidades, y si bien no debemos imitar y copiar el uso de la inteligencia para adecuar e innovar, señalan el camino por el que debemos transitar.

Para que la confrontación no sea mayor, debemos aceptar que el cambio climático, la falta de servicios básicos en el territorio y la competitividad internacional de precios, deben obligarnos a realizar una lectura que ofrezca respuestas al nivel de exigencia en el que nos encontramos. No debe ser ni la indigenización de las ciudades ni el abandono total del campo. Tenemos que respondernos, desde ahora, porque estamos en el camino a llegar a eso, qué haremos el 2032, cuando tengamos 1 millón de kilómetros cuadrados, técnicamente sin población indígena originaria campesina viviendo en él.

Uruguay hoy ya tiene el 95% de su población viviendo en ciudades. Abramos la mente y aceptemos el reto.

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