Opinión

La Ley del Artista y el poder del Estado

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25 de junio de 2019, 4:00 AM
25 de junio de 2019, 4:00 AM

Con indignación más que beneplácito, los artistas nacionales recibieron la secuencia del anteproyecto de la Ley del Artista varias veces modificada. No versa sobre el arte, se refiere a los sujetos creadores de arte, los artistas.

La definición de artista denota el carácter restrictivo contrario a cualquier noción moderna. Artista es -según el documento- cualquier persona que, habiendo aprendido o desarrollado habilidades creativas con el fin de plasmarlas en obras capaces de representar las “identidades nacionales” (art. 4 b); el arte, deja de ser una creación universal y el que la ejecuta queda preso en una perspectiva identitaria por fuerza parcial y discriminatoria. Los artistas deben ser en adelante servidores de la ideología oficial al servicio de identidades parciales.

El anteproyecto establece “principios” que rigen el espíritu del proyecto de ley. El primero es su naturaleza “descolonizante” entendida como toda “manifestación liberadora para la transformación de las expresiones artísticas y culturales” con el fin de “desmontar ideologías, normas, preceptos, prácticas o conductas… cimentadas en el racismo, la discriminación y el patriarcado” (Art. 3 inciso a). Sobre esa base, el arte abstracto es cualquier cosa menos arte, en tanto expresa una abstracción más allá de la realidad material, social o cultural de los pueblos, peor aún si aceptamos junto a León Tolstói que el arte es un producto para ser compartido por “todos los hombres”, por fuerza concluimos que la ley se reduce a un concepto provinciano, agazapado en las mentalidades atrapadas en la pequeñez de su entorno o, en el mejor de los casos, válido para una pequeña fracción de las 5.000 culturas vivas en el planeta. Se trata de un “principio” que busca engrillar la universalidad de la creación artística en los entornos de una concepción étnica, parcial y segregante.

Los eventos artísticos son definidos como hechos de naturaleza “comercial”, “comunicacional” o “institucional” para “llamar la atención” de un “público objetivo”. Sugiere que cualquier “evento” que no se encuadre en estos parámetros adolece de carácter artístico. Al tener un carácter “comercial” se supone que queda sujeta a tributos que se han transformado en las formas represivas en el actual Gobierno. Los artistas serán la presa final de artificios sujetos a control estatal. El proyecto de ley es un instrumento pensado en la lógica originaria. Todo está diseñado para coadyuvar los esfuerzos oficiales enmarcados en la etnización del Estado, lo que termina imaginando un artista como un funcionario al servicio de una manera de interpretar el mundo y la sociedad. La necesidad de transformar la imagen del artista (implícita en el anteproyecto) deviene en la expresión más elaborada de la negación ideológica oficial a reconocer la vigencia de la modernidad occidental.

Si bien la historia del arte nos muestra una evolución desde las concepciones subjetivas y la idea de un arte como la expresión general de la experiencia humana hasta el arte comprometido de Picasso, la función creadora, si se la incorpora en el esquema de dominación ideológica, cultural y política que ha desplegado el Gobierno, hará de toda creación artística una mera propaganda. Este es el espíritu del anteproyecto; aniquilar la expresión libre de los artistas y transformarlos en funcionarios al servicio de un Estado racializado encubierto en los conceptos de plurinacionalidad, ancestralidad-originaria y pluriculturalidad entendida como etnocentrismo aimara. Todo indica que quienes redactaron el documento, olvidaron que lo que hoy definimos como “arte” le debe más al concepto de libertad que a cualquier otra cosa producida por el hombre.

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