El Deber logo
20 de enero de 2019, 4:00 AM
20 de enero de 2019, 4:00 AM

Es llamativo ver rasgarse las vestiduras a algunos influenciadores en medios o redes cuando denuncian al borde de un ataque de nervios la incursión de religiosos en la lucha política. Lo hacen con una retórica entre angustiada y violenta, como si declarar su fe invalidara a los creyentes como ciudadanos con derecho a voz y voto, a elegir y, claro, ser elegidos.

Esa actitud alarmista que apunta a demoler los derechos políticos de católicos y evangélicos, denota que el fundamentalismo laico echa a andar sus dogmas de fe y levanta en Bolivia su tribunal inquisidor para anular a los herejes teístas, cuyo pecado capital es pretender ejercer su ciudadanía plena votando por sus propios candidatos. O sea, por quien les dé la gana, como todos.

Dirán algunos: “Las peores guerras fueron en nombre de Dios, por eso los creyentes no deben hacer política”. Falso. Las peores guerras no las hicieron hombres en nombre de Dios. La hicieron hombres que se creyeron dioses: Alejandro Magno, Julio César, Hitler, Stalin, Mao...

Entonces, si un marxista o un liberal lleva sus principios de vida a la política, no hay razón basada en la justicia para que un cristiano no lo haga. Si Lenin es el dios de algunos, si Voltaire es de otros, ¿cuál es el problema con Jesús y sus seguidores?

Cuando se habla de política y religión, no hablamos de cosas muy distintas. A veces enemigos, a veces aliados, la política tiene mucho de religión. Tiene su liturgia, su doctrina sagrada, sus ritos, sus demonios a vencer, su promesa de Salvación, sus apóstoles, su Evangelio-estatuto orgánico, su Mesías-candidato que salvará solo a quien crea-vote por él. Y la religión tiene mucho de política. Tiene sus discursos ideológicos, su organización en cuadros, sus eslogans, sus símbolos.

La una fue concebida para gobernar almas. A sus partidarios les muestra el Camino al Cielo, pero a los opositores los manda a un campo de concentración llamado Infierno. La otra fue concebida para gobernar hombres. En casos extremos, bendice a los suyos con el Paraíso de una buena pega o con el Libre Albedrío de la corrupción, pero sobre sus adversarios desata a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis: persecución política, judicial, linchamiento mediático y terrorismo de Estado.

Fueron aliados en las monarquías europeas, las Cruzadas y en la lucha contra el comunismo en donde Ronald Reagan y Juan Pablo II influyeron por igual en la caída de la URSS. Fueron enemigos mortales en la revolución francesa, la rusa o en la Guerra Civil Española, en las cuales monjas, sacerdotes y pastores fueron ejecutados por el fundamentalismo laico, auténtico fanatismo con buena prensa desde siempre.

En América Latina el poder político y el religioso han modificado sus relaciones según evoluciona la comprensión que las Iglesias y el Estado tienen de sí mismos según la época. “La religión puede ser conservadora o puede impulsar la resistencia contra el orden establecido, lo que explica el involucramiento de creyentes en movimientos políticos y sociales” dice el libro “Política y Religión en América Latina” (de Katarzyna Krzywicka y Renata Siuda). El texto explica el vínculo entre ambos poderes, pero no este presente en el que las iglesias, tan renuentes a la sucia política, hoy se lanzan a la pugna por el poder en las calles, las redes y los Parlamentos bajo la premisa de orar, pero también de movilizarse para cambiar al mundo. ¿Qué los hizo dar este paso? Fue la imposición de la Ideología de Género desde los Estados, doctrina laicista que atenta contra la percepción cristiana de la vida, la familia y la sociedad. Este fenómeno de activación religiosa en asuntos políticos lo expondré en la siguiente columna. Mientras, le digo al fundamentalismo laico aterrorizado por candidatos creyentes: Tranquilos, dejen decidir a la gente.

Tags