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12 de septiembre de 2019, 4:00 AM
12 de septiembre de 2019, 4:00 AM

Sostienen que solo en la plenitud del poder, uno puede elegir a sus rivales. Pero en la adversidad, los enconados se imponen. Y en una política calcinada, monocausal y unidimensional, las visiones además son chatas y abigarradas.

No existe una lectura diáfana. Una claridad mental. Un estadista que señale el derrotero a seguir y que, como sociedad, convencidos, alcemos nuestros pertrechos y enfilemos hacia ese norte descrito con la firme esperanza de mejores días.

No. No existe. Desde hace muchos años que los liderazgos se han devaluado. Han caído en desgracia. Y al doblar la esquina, nos topamos con un “alguien” que asegura ser el mesías, el dueño del verbo y, en medio de fuegos pirotécnicos y efectismos burdos, caemos en las redes pestilentes de los hiperliderazgos, para luego sucumbir en los populismos estériles de hoy.

¿Por qué pisamos nuestro sentido común y abrazamos a estos hiperlíderes? Para los expertos, la explicación al surgimiento de este fenómeno se debería a un estallido de la emocionalidad, al descrédito de la política formal, a la fragilidad de los partidos, a la pixelación de los electorados, a la debilidad de las formas tradicionales de comunicación de mensajes y, finalmente, a la eclosión de las redes sociales.

El hiperlíder entiende meridianamente que la gestión de la política requiere soluciones directas y rápidas que desactiven los problemas sin formulaciones complejas. A nadie le interesa las explicaciones. Solo las soluciones. Esas valen por su propio peso. Pero, para que eso ocurra, también es preciso no liarse en pensamientos o razonamientos sesudos.

La simplificación de los mensajes facilita la comunicación y contagia a los ciudadanos una sensación de cercanía, de proximidad. No es ausencia de pensamiento crítico. De ninguna manera está reñida con la ausencia de ideas. Se trata, precisamente, de que las ideas se muestren en sus ropajes más básicos para facilitar la cercanía y evitar filtros de intermediación que, indefectiblemente, alejan los mensajes del vulgo.

El hiperlíder no pretende explicarse; solo le interesa comunicarse bien. ¡Pero muy bien! Acá es donde entramos en la sobresimplificación de la realidad. En el riesgo y acicate de torcer el valor de la comunicación para afincar un régimen populista y cesarista. Putin, Maduro, Ortega, Johnson y el Brexit, Salvini, Le Pen, entre otros muy cercanos a nosotros.

Lo curiosísimo del informe es que sostiene que el hiperliderazgo es un fenómeno político democrático. Una especie de respuesta, desde el liderazgo de un Gobierno a los desafíos que plantean situaciones de urgencia en momentos de crisis estructural del modelo democrático. Y es cierto. Sino mire a Argentina y el retorno de uno de los gobiernos más corruptos de la historia (peronista), bajo el poncho negro del kirchnerismo.

Estamos a pocas semanas de nuestras elecciones generales (20 de octubre) y la vorágine de la propaganda oficialista del régimen nos inunda, pero también nos alerta de que este fenómeno del hiperliderazgo está en nuestro quehacer diario más de lo que imaginamos. Se atiza con esmero para potenciar el mensaje –fundamentalmente digital– para legitimar su acción personalísima.

Temo que estemos entrando a un periodo muy oscuro. Donde el poder ya no tendrá contrapoder. Y sin límites, la mesa está servida para tiempos convulsos y, también, por supuesto, para deformaciones y excesos en las maneras de entender el poder y de ejercerlo sin tapujos ni barreras.

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