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22 de noviembre de 2017, 4:00 AM
22 de noviembre de 2017, 4:00 AM

Si el próximo 3 de diciembre, el Gobierno sufre un batazo electoral, es posible que ya tenga una excusa: atribuirlo al “gasolinazo inventado por los opositores”. Así lo hizo antes, como reacción al revés inusitado del referendo del 21-F de 2016, que dijo no a la repostulación de Evo; un resultado que lo dejó destemplado y frente al cual no tuvo mejor idea que explicarlo por la “mentira y manipulación de los opositores” del embarazoso asunto Zapata.  

Más allá de la conjetura, la pregunta es por qué el Gobierno saca a la venta una nueva gasolina con un precio superior en 0.66 bolivianos al precio actual de la gasolina especial de extendido consumo, en vísperas de las elecciones judiciales, y arriesga con ello la interpretación de que la medida anticipa un golpe a la economía. 

Para un régimen que en todos los casos ha priorizado sus objetivos políticos por sobre las necesidades económicas del país, hasta cierto punto es desconcertante que justamente ahora, cuando está en juego la maniobra que ha urdido para mantener su férreo control sobre la justicia –lograr que las urnas convaliden la lista de magistrados allegados al MAS para llenar los altos cargos en la judicatura, y sobre todo del Tribunal Constitucional que debe fallar a favor del ‘derecho’ de Evo Morales a la reelección indefinida-, decida exponerse a un rechazo masivo de la población y ya no únicamente por razones políticas sino económicas, sintiendo o temiendo sentir en el bolsillo el impacto de un incremento de 18% en el precio de la gasolina. 

¿Son razones técnicas –llevar al mercado una gasolina de mayor calidad y menos contaminante- o fiscales, las que explican la temeridad gubernamental? Lo primero es muy dudoso, tratándose de un régimen que ha demostrado negligencia absoluta en el cuidado del medioambiente. Lo segundo es mucho más plausible. Recuérdese el grave desequilibrio macroeconómico que significa el hecho de que en los últimos cuatro años, el déficit fiscal se hubiese disparado (para 2017 está programado en 7.8% del PIB), por el desplome de los ingresos de exportaciones de gas y por la dificultad política de recortar el gasto fiscal que se ha ido por las nubes.  

En este contexto, subir el precio de la gasolina, como ya ocurrió hace poco con el precio del gas industrial, para así incrementar las recaudaciones de impuestos a la gasolina, más allá de otras consideraciones técnicas, es quizá una necesidad perentoria de la que no se puede escapar por más tiempo. Con las reservas internacionales a la baja, el imperativo de financiar el déficit de las cuentas públicas probablemente haya ingresado en una zona roja. Aunque lo niegue, el Gobierno ha comenzado un ajuste fiscal, cierto que tímido, contradictorio e insuficiente para la magnitud de los desequilibrios fiscales y externos, que amenazan estallar en algún momento.  

Lo dijo un prestigioso economista: ha pasado la fiesta y es la hora de recoger las botellas vacías. Incluso, contrariando el manual que aconseja no tocar los bolsillos de la gente en tiempo electoral o dar señales de que se quisiera hacer eso. Pero ya se sabe, la necesidad tiene cara de hereje. ¡Es la economía, estúpido!, decía el eslogan de la campaña electoral de Bill Clinton. Y a veces no hay  escapatoria.

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