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5 de junio de 2018, 4:00 AM
5 de junio de 2018, 4:00 AM

Las evidentes contradicciones del Ministro de Gobierno para explicar el asesinato del estudiante Jonathan Quispe Vila han vuelto a poner en duda la transparencia con que el Gobierno maneja la investigación y la determinación de responsabilidades en los hechos donde interviene la fuerza pública, y se producen muertes o violaciones graves a los derechos humanos.

Hasta ahora, la estrategia de atribuir las muertes en conflictos sociales a la oposición infiltrada, las acciones de los manifestantes, la ruptura de mando o a causas desconocidas les ha resultado efectiva, especialmente en un país donde la agenda pública es rápidamente rebasada por otros temas y donde el trabajo del Ministerio Público y del sistema judicial carece de toda credibilidad tanto por el control del Ejecutivo como por la carencia de medios y personal.

Explicaciones parecidas a las que se atribuyó en el caso de la muerte de Jonathan fueron expuestas por el Gobierno en hechos trágicos como los de Caranavi en 2010; Sucre en 2007; Caihuasi en 2008; Mallku Khota en 2012; Sayari en 2014; Colomi en 2017; Cochabamba (UMSS) en 2015; Panduro y Pongo en 2016; o incluso en las brutales represiones de Chaparina y de Takovo Mora.

Pero también se aplicaron en hechos relacionados con la delincuencia, en donde la  policía intervino y se produjeron muertes violentas. Así, el asalto a Eurochronos, los aparentes ajusticiamientos de cuatro extranjeros en Santa Cruz en 2016 y de seis reos en la toma de Palmasola este año; el presunto suicidio, en celdas policiales, de un empresario relacionado con obras del Gobierno; las muertes en el hotel Las Américas y muchos otros, tuvieron características y conclusiones parecidas.

En todos ellos hubo intervención estatal a través de la fuerza policial, y las autoridades ofrecieron explicaciones difusas, contradictorias e incluso ridículas o simplemente prometieron investigaciones que nunca concluyeron, dejando serias dudas sobre los mecanismos de intervención y en muchos casos sobre las decisiones gubernamentales que provocaron o permitieron los hechos de violencia.

En el caso de Jonathan Condori, varias situaciones sobre las que el Gobierno no tiene control, están impidiendo que la estrategia tenga éxito: la existencia de registro de imágenes por particulares; la reacción articulada de la ciudadanía alteña; la ocurrencia en el centro informativo del país y no en comunidades alejadas; y la evidente pérdida de la credibilidad y confianza en un gobierno que no se caracteriza precisamente por su transparencia y apego a la verdad.  Lamentablemente estas circunstancias no existieron en los otros casos, lo que facilitó que una explicación trivial e inverosímil cerrara el caso y nadie exigiera su esclarecimiento.

En muchas ocasiones, el régimen actual ha dado muestras de una superficial comprensión del derecho a la vida como valor supremo, y por otro lado, el manejo de las situaciones con pérdida violenta de vidas, parecen señalar una tendencia hacia el uso de la violencia estatal, como una opción válida y justificable en la gestión política.

Así, la actuación del ministro Romero, en el caso que nos ocupa, no solamente es moralmente condenable y éticamente irresponsable, sino que desnuda la existencia de una forma y estilo de gobierno capaz de utilizar una muerte de un ciudadano que reclama sus derechos para atacar a sus enemigos políticos y retorcer los hechos de tal manera que las víctimas resulten los villanos, lo que, en su malsana estrategia, deslegitimaría la protesta y terminaría el conflicto.

Si tuviéramos un sistema de justicia transparente e independiente, el asesinato de Jonathan Quispe debería ser suficiente motivo para reabrir investigaciones serias e imparciales sobre una veintena de casos en los que la mentira parece haber sido la estrategia para encubrir el uso ilegal de la violencia policial y militar contra ciudadanos, instruido por los mandos superiores o quizás por el propio Gobierno.

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