Opinión

El viaje más hermoso del mundo

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17 de septiembre de 2018, 4:00 AM
17 de septiembre de 2018, 4:00 AM

Nunca pude ver a Óscar Ordóñez cuando visité Potosí para entrevistar a mujeres mineras que cargaban sobre sus hombros la responsabilidad de cuidar las bocaminas del perforado Cerro Rico y combatir a los ladrones de minerales a punta de dinamita. Los vaivenes del oficio de reportero sin tiempo pudieron más que la escasa posibilidad para encontrarnos en un café, antes de emprender la retirada hacia la sala de redacción de Santa Cruz, donde después cocino las historias que acumulo en el camino.

Aunque no me encontré con él, en aquella oportunidad yo ya tenía entre las manos De los Andes al Caribe, en busca de Macondo, que me había enviado por un courrier en un sobre café y en cuyo interior también había una nota con un texto que expresaba su mucha ilusión y agradecimiento por el apoyo; creía así, pues, en la buena providencia.

Y ahora, resulta que el agradecido por la divina providencia soy yo. Tengo el manuscrito en el escritorio, un poco sucio y con hojas dobladas, empapado de alguna agua turbia que entró a la mochila, donde lo cargué como compañía en mis andanzas, para leerlo en los intervalos de los reporteros calientes y en las noches tranquilas de un hotelito después de haber disfrutado de una jornada salvaje.

Así descubrí que De los Andes al Caribe no es solo un libro; es una aventura perpetua, quizá es la mayor ambición de un ser humano que no puede estar quieto porque sabe que la cantidad de kilómetros en las sandalias es el único secreto para encontrar amigos y lugares, aventuras y conocer culturas que hacen la vida más posible y digna. Ahora sé, después de haber leído este libro, que el gen de los viajes -si es que existe- es el misterio mayor que guarda la humanidad para revelarlo en cada pueblo, en cada montaña y en cada barbecho del mundo por donde va dejando huellas como prueba de su paso por esta vida que, sabemos todos, dura solo un suspiro.

Nunca pude conversar con Óscar, pero sé que lo conozco. A través de este libro me subí a un bus y he contemplado las noches heladas por las ventanillas de esos vehículos de servicio público que transitan por caminos serpenteados del continente americano, donde el hielo de las montañas abre paso al sol espléndido del Caribe.

Nuestro escritor tomó sus bártulos en Bolivia y se mandó a cambiar para meterse en la piel de Lima y de Guayaquil, de Quito y de Bogotá, de Cartagena de Indias y de Santa Marta. Coronando su periplo en la Aracataca de Gabriel García Márquez, ese ser enorme que ya no está entre los vivos porque se fue con sus mariposas y flores amarillas a escribir historias que están en las alturas.

El autor de este libro no viaja solo, lo acompañan algunos libros. Esos fieles compañeros que lo librarán de la espera tediosa de las terminales y de los buses que jamás saldrán a la hora en punto. Viaja, por ejemplo, con Ryszard Kapuscinski, el polaco glorioso que fue considerado el mejor reportero del siglo XX y que cubrió varias guerras y revoluciones. La guerra del fútbol también es parte de su equipaje de mano, que todo aventurero debe tener para no perderse en los laberintos de la vida, para que la soledad y alguna mala compañía no se metan en las maletas ni miren con soltura por la ventanilla del bus que en minutos se pierde en el horizonte.

A través de esta crónica he viajado con él y usted también lo hará cuando se siente y cruce las piernas con el libro en las manos. He ingresado por la puerta de los pueblos que él ha visitado y espiado por todos sus sentidos. Se nota la destreza de un reporteo natural que es capaz de estar en un lugar sin que su presencia modifique la realidad que lo guarda. Me lo imagino con su sonrisa de satisfacción y su libreta de cronista en la mano, alejado de su teléfono inteligente y de su tableta que muchos periodistas consideran primordiales para sentirse importantes. Entonces, él observa con la sorpresa de un niño, camina con la fortaleza de un adolescente y después escribe con la sabiduría de un anciano. Por eso lo he leído dos veces. La primera, para entregarme al disfrute sin tiempo y la segunda, para meterme en las costuras de la obra, sentir el corazón que late y ensuciarme, en el buen sentido, con el polvo del camino que está presente desde que uno pone los ojos en la primera página, dispuesto a mandarse a cambiar a tierras que uno querrá conocer antes de que llegue la noche.

Nunca pude ver a Óscar Ordóñez aquella vez que viajé a Potosí, pero aun así siento que lo conozco.

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