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2 de junio de 2018, 20:08 PM
2 de junio de 2018, 20:08 PM
Hace una semana, el ministro de Gobierno acusó a la abogada de la familia de Jonathan Quispe Vila de “sembrar mentiras” sobre las circunstancias y causas de la muerte del joven universitario, registrada el jueves 24 de mayo durante la represión policial a la marcha de protesta de la Universidad Pública de El Alto. No solo eso. El ministro Romero conminó a la abogada a retractarse. Lo hizo en una rueda de prensa en la que abundó en detalles para justificar la hipótesis sostenida por él y la Policía: la canica que hirió de muerte a Jonathan habría salido de un petardo lanzado por los manifestantes.

Tras las afirmaciones de Romero, hubo una seguidilla de voceros oficiales y oficiosos del MAS respaldándolas, con yapa: todo obedecía a una conjura de opositores, tras los cuales avizoraban, como siempre, la sombra del “imperio”. Esta vez, la mentira oficial se cayó en pocas horas y con tal fuerza, que obligó al propio ministro, al mismísimo jefe policial e incluso al fiscal general, a tener que admitir que la canica que mató a Jonathan salió del arma de un policía activo en la represión a los estudiantes y docentes de la UPEA. No fue un mea culpa espontáneo. Fue obligado, y a medias. 

A medias, sí, porque incluso al momento de admitir que el autor del disparo es un policía, el ministro y el jefe policial no tuvieron reparos en camuflar la mentira oficial con un “fuimos inducidos al error”, “el subteniente actuó de manera personal” y otras falacias. ¿Alguien les habrá creído? Dudo mucho, sobre todo ahora, frente al recuento del historial de terror que está escribiendo el Gobierno desde hace más de una década, con sangre de gente inocente. Porque no se trata solo de Jonathan. Como si una muerte no bastara, a la de Jonathan se suman más de 80 víctimas fatales por violencia política. 

No es cualquier violencia. Es violencia provocada, alentada y socapada desde el centro del poder, ese centro en el que convergen todos los hilos movidos por una cúpula que sigue dando muestras de sobra de que está dispuesta a todo (disparar a matar, si es necesario), con tal de perpetuarse en el mando del país. No se trata del interés de un partido político, sino del afán obsesivo de una cúpula a la que no le tiembla la mano para jalar el gatillo, ni se turba mientras miente, ni cuando se ve descubierto. La víctima puede ser incluso uno de sus acólitos, uno de sus alfiles. No le importa. Ya lo vimos en al menos un par de casos.

Por eso digo que ya no bastan las disculpas, ni siquiera una retractación pública. Primero, porque ni una ni otra son sinceras. A la cúpula solo les sirven para ganar tiempo, para seguir engañando, para librarse de penas y castigos. Así ha sido a lo largo de más de una década de abusos de toda índole. Esa es la realidad, y ya no hay nada que justifique la tolerancia de esos abusos, la permisividad con la que muchos sectores miran y tratan a la cúpula que nos gobierna, y la connivencia que a estas alturas ya es complicidad con quien comete crímenes que van más allá de la corrupción y de otros delitos económicos.

Es la vida la que está en juego. Nuestras vidas, las vidas de nuestros hijos y hermanos. 
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