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12 de febrero de 2019, 4:00 AM
12 de febrero de 2019, 4:00 AM

Estos días he leído a columnistas y editoriales periodísticos que hicieron referencia a la Constitución Política (vigente desde 2009) desde una perspectiva histórica, vale decir, desde la relación cronológica de los hechos –luctuosos y violentos los más– que precedieron a la promulgación del documento que desde hace una década dirige –o debiera dirigir– la perspectiva del país. Pero en ninguno de esos escritos de prensa he encontrado hasta ahora un análisis politológico de la naturaleza real de esta nuestra Constitución, y es por eso que, en lo que permite el espacio de un artículo de prensa, me he decidido intentar hacerlo aquí.

Es un libraco gordo que, en edición estándar, tiene unas 160 páginas. Se comienza a leer como una bonita novela, porque al principio aparecen las imágenes de la creación de los cielos y la tierra, con las avecillas que piaban de frío en sus nidos y los reptiles que se arrastraban por la arena, y si bien el retórico queda fascinado con esta introducción de poesía, el político práctico y el jurisconsulto lógico quedan espantados ante tanta maravilla lingüística que se queda en la futilidad.

Carl Schmitt –para muchos uno de los mayores teóricos constitucionalistas, y el mayor para mí– decía que una Constitución, “en el sentido de un status idéntico a la situación total del Estado, nace naturalmente con el Estado mismo. Ni es emitida ni convenida, sino que es igual al Estado concreto en su unidad política y ordenación social. Constitución en sentido positivo significa un acto consciente de configuración de esta unidad política, mediante el cual la unidad recibe su forma especial de existencia”. En ese sentido, podemos colegir que no existen varias constituciones, sino solamente una, que es como un espíritu que nace del ‘poder constituyente’, que a la vez es un ente inmaterial.

Cuando las constituciones son fruto de las euforias políticas –v. gr. las revoluciones– la palabra que se consagra a la representación del todo estatal se relativiza porque entonces se hacen leyes que enaltecen un proyecto que, en realidad, es coyuntural y pasajero, pero que se cree él mismo glorioso y eterno. Es cierto que la idea del poder constituyente, además que difícil de entender, es algo utópica, dado que supone la materialización en leyes de la pluralidad de todas las voluntades que existen en el seno de una nación. Pero, si no se puede llegar a él, sí se puede estar cerca de él. La Constitución actual, para Schmitt, sería el ejemplo de todo lo que no debería ser una ‘carta política’ en esencia, no solamente porque no pone los límites necesarios al poder (porque es un ramillete de derechos que ni se cumplen), sino además porque es el prototipo de la relativización de la ley y la idealización de cosas que están lejos de alcanzarse. O sea que no solo está vulnerada, sino que es inaplicable.

Esta Constitución es, además, contradictoria en sí misma, lo cual genera relativización jurídica; esto se constata con claridad meridiana cuando, por ejemplo, en un lugar se asevera que todo nacemos iguales y con los mismos derechos, y en otro, solo unas páginas más atrás, que todas las personas, pero en particular las mujeres, tienen derecho a no sufrir violencia.

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