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11 de enero de 2019, 4:00 AM
11 de enero de 2019, 4:00 AM

Hace un par de meses falleció mi abuelo, Remberto Suárez Caballero (1923-2018), con casi 95 años. Mi abuelo fue un hombre del siglo XX, ese que Eric Hobsbawn decía que empezó en 1914 con la Primera Guerra Mundial y finalizó en 1991 con la caída y disolución de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría.

Hizo el último año de colegio en La Salle de La Paz y en su tiempo libre asistía al Parlamento a escuchar los debates de, quizás, una de las mejores pléyades de oradores e intelectuales que ha dado la República. Aquella bancada aguerrida de la Generación del Chaco: Augusto el ‘Chueco’ Céspedes, José Cuadros Quiroga, Carlos Montenegro, etc.

Fue cónsul de Bolivia en San Pablo, Buenos Aires y Rosario debido a ese espíritu cosmopolita que lo llevó a vivir por muchos años en aquellas ciudades, así como en San José de Chiquitos, contratado por la Comisión Mixta Boliviano-Brasileña para la construcción del Ferrocarril Santa Cruz-Corumbá como odontólogo recientemente graduado en la Universidad de San Pablo (USP).

Gracias a sus ‘desafíos’, desde niño cultivé una rapidez para el cálculo mental y para memorizar las capitales del mundo, lo que explica mi buena predisposición para los números y la geografía.

Cuando se encontraba residiendo o de visita por Santa Cruz de la Sierra, asistía diariamente a la plaza a encontrarse con sus ‘condiscípulos’ antes de ingresar a su querido club Social 24 de Septiembre todas las noches. Asistía también, con menor frecuencia, a los turnos de primer lunes de mes del Círculo de Amigos de la calle Independencia (Bira Bira). Fue miembro de las agrupaciones carnavaleras más tradicionales como los Plus Ultra y su famoso ‘grito de guerra’, que los caracterizaba y que mi abuelo repetía con ahínco: “¡Hip hip, hurra!”, así como los Cunumis y los Tauras, con quienes carnavaleó hasta un par de años antes de partir.

Cuando se encontraba por cualquier parte del mundo (conoció todos los continentes) y se le preguntaba sobre su procedencia, respondía a voz en cuello: “Soy de la ciudad más hermosa del mundo, ¡Santa Cruz de la Sierra!”. Recitaba de memoria el cartel que se encontraba frente a la plaza, en lo que hoy es la Brigada Parlamentaria Cruceña: “Dr. Franz Aureliano Roca, bufete que se encuentra frente a la estatua broncínea del Cnel. Ignacio Warnes, en cuya mano derecha, empuñando la gloriosa espada con la que combatió en el Pari, parece indicar con acierto el bufete más prestigioso de la República. El único abogado que ha recorrido en todos los medios de locomoción, del avión al carretón”.

Hincha acérrimo de Independiente de Avellaneda, recitaba de memoria la gloriosa alineación que ganó todo, allá por los años 38 y 39, donde descollaban el paraguayo Arsenio Erico: Bello, Colette, Martínez, Sastre, Pisa, De La Mata, Erico y Zorrilla.

Vestía de manera impecable pantalón y camisa de lino, y saco de la misma tela si la situación lo ameritaba, en verano, o traje con camisa y corbata, y sobretodo (abrigo), en invierno, principalmente en su amada Buenos Aires, donde residió por 30 años. Se peinaba con gomina para atrás, al mejor estilo Carlos Gardel, y tenía unos modales de ‘gentleman’ cruceño que recuerdan con cariño todos los que lo conocieron. Quizás por eso la definición en el diccionario de la Real Academia Española, un poco despectiva, de la palabra ‘pinganilla’, en nuestro léxico camba signifique algo mejor: una persona bien vestida y, por qué no, de buenos modales, tal como era y será recordado mi querido abuelo, un cruceño universal del siglo XX.

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