Opinión

A los viajes no se los lleva el viento

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14 de mayo de 2018, 3:24 AM
14 de mayo de 2018, 3:24 AM

Un letrero pintado de color blanco dice que Bolivia queda a dos kilómetros de aquí. Y aquí es Paraguay: un suelo arenosamente caliente y más allá el color verde se extinguirá porque se abrirá paso el cementerio donde descansan los pies del río Pilcomayo convertido en cadáver. Será una travesía dura y emocionante. Un viaje en caravana capitaneado por el gran Iván Arnold que con su brújula embrujada como la de Jack Sparrow comandará un naufragio durante horas en ese río que sin avisar nos hará viajar a los misterios del pasado, despertando verbenas lejanas y la radio de algún soldadito que durante la Guerra del Chaco sintonizaba para espantar a la muerte que le embestía por la espalda. 

Aquella noche inmensa y extraviadamente única también gracias al periodismo que hace de uno un viajero o uno hace de los viajes la mejor forma de rendirle honor a este oficio. En otros momentos, antes o después, varios escenarios más calientes que las arenas del Chaco Boreal, o más fríos que el viento nublado de una fronterita con Chile donde dos ancianos moraban en una casa de piedra amparados por la única promesa que se hicieron: al salir por la puerta, prohibido girar a la izquierda porque por la izquierda se llega al campo minado donde el Chile del dictador Augusto Pinochet sembró minas antipersonas que detonan a la primer pisada. 

Y aquel viaje por la jungla tropical de Beni para meternos en el territorio del Tipnis del que aún nadie hablaba en el país, porque el proyecto de carretera que amenazaba con partir su corazón se cocinaba a juego lento. Esa misma noche me abrieron las puertas de su tribu y los sonidos del bosque entraban por las rendijas, anoticiando una marcha épica a La Paz para defender su territorio y donde conoceré a Alfonso que meses después la policía, en su afán por desbaratar la marcha indígena, lo agarrará en Chaparina a patadas, le atará las manos y los pies, le tapará la boca con una cinta adhesiva y lo subirá a una camioneta con la desventura que se sube a un objeto y entonces él tendrá miedo morir pero resistirá como resistieron sus ancestros a otras tempestades. 

Para entrar en la epidermis de los dueños de las historias hay que mirarles a los ojos y ocultar el teléfono móvil para que los truenos de las redes sociales no espanten a lo que está por venir: una conversación sin prisa y sin ruidos, una inmersión en los acontecimientos que están atorados en una garganta que no había gritado porque nunca antes había llegado hasta ahí un periodista con ropa de amigo.

Vivir para contarla y viajar para vivirla y para hacer del periodismo la mejor manera de rendirle tributo   a la existencia.

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