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23 de febrero de 2018, 4:00 AM
23 de febrero de 2018, 4:00 AM

Recuerdo los titulares de aquel febrero, hace 40 años, cuando salían los últimos presos políticos del Panóptico de San Pedro, casi todos vinculados al Ejército de Liberación Nacional (ELN/PRTB), entre ellos Antonio Peredo y José Pimentel, quienes habían sufrido torturas y humillaciones hasta el final, amarradas sus manos hacia atrás, comiendo como perros.

La gente aguardaba en cada esquina, en cada cafecito universitario, frente a la sede de la Federación de Mineros de Bolivia, al final de El Prado en la sede de Gobierno, el retorno de los exiliados. Algunos dirigentes sindicales habían cruzado las fronteras antes de la amnistía general del 18 de enero y preparaban los ampliados y congresos para renovar directivas después de siete años de dictadura.

Llegaban corresponsales europeos para retratar aquel gesto inmenso de las mujeres proletarias que habían arrinconado al general Hugo Banzer y que con su ayuno habían conseguido que Bolivia fuese el primer país del Cono Sur latinoamericano en iniciar un proceso democrático con la participación de todos los partidos políticos y sus líderes, sin ninguna prohibición o lista de ‘extremistas’, como el régimen había intentado calificarlos inicialmente.

La izquierda se agrupó en dos frentes, uno socialdemócrata con respaldo del Partido Comunista pro Moscú, la Unidad Democrática y Popular, moderado y capaz de dialogar con los militares derrotados, con la visión del entronque histórico y la candidatura de un político tradicional, Hernán Siles Suazo; el otro, radical, de trotskistas, anarquistas, independientes, exguerrilleros, con el respaldo del Partido Comunista Marxista Leninista que impuso las candidaturas de un campesino quechua, Casiano Amurrio (qué será de él?) y de una dirigente de las amas de casa mineras, Domitila Chungara, la única mujer en las listas.

Entonces se creía que ya el cielo estaba en las manos, que habría elecciones limpias, que el Congreso iniciaría un juicio de responsabilidades a los militares responsables de la persecución política, de aplicar la Operación Cóndor en el país y de la corrupción que había saqueado las arcas estatales, pese al ingreso histórico de divisas por el alza de precios en el petróleo, el gas, los minerales.

Muchos exiliados latinoamericanos encontraron refugio en Bolivia y desde acá, más cerca que desde México, Caracas, París o Upsala denunciaban lo que sucedía en Argentina, Chile, Uruguay, Brasil.

Sin embargo, ni Banzer ni las Fuerzas Armadas estaban dispuestos a renunciar a sus privilegios y tampoco a aceptar un posible proceso a sus excesos. Hugo Banzer, que había soñado en perpetuarse, igual que después lo hizo Luis García Mesa, inventó un enorme fraude con la cobertura “verde es mi color” y para ello contó con toda la logística de los cuarteles y del Estado.

Como suele suceder a los gobernantes con espíritu de dictadores, no tuvo en cuenta la tradición de lucha boliviana contra los tiranos. Campesinos, vendedoras, periodistas, curas y monjas se unieron para desbaratar esas maniobras.

Banzer fue derrotado. Entonces, ingenuamente, se creyó que no volverían sátrapas civiles o militares, que nunca más algunas familias llorarían por masacres, por presos, por exiliados. Era una utopía.

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