De Venezuela miles cruzan por el puente Simón Bolívar. El mínimo común denominador de todas esas historias es la necesidad y el miedo

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5 de abril de 2018, 7:16 AM
5 de abril de 2018, 7:16 AM

“Imagine una ciudad del tamaño de Barcelona que hace unos años era relativamente rica y en la que hoy no hay comida en los supermercados ni medicinas en los hospitales, y donde quienes protestan son perseguidos: de eso escapamos”. Susana Guevara tiene 25 años, el pelo agitado por un viento imaginario y unos ojos oscuros que miran como si acabaran de salir de una catástrofe misteriosa. O no tan misteriosa: salió huyendo de Caracas hacia Colombia a finales del año pasado con su madre y sus dos hijos. Ángel Gustavo tiene tres años y corretea entre las piernas de la fotógrafa; Ángel Gabriel, de cinco, solo aparece fugazmente al final de esta conversación. El pequeño presenta síntomas de malnutrición; el mayor tiene leucemia y raquitismo. “Por eso nos vinimos: no había medicinas para tratarlo”, dice su madre. “Por eso y porque la represión política ya es inaguantable”.

Guevara —paradójico apellido para huir de una supuesta revolución— es radióloga y empezó a protestar por la situación venezolana cuando tenía 17 años. Fue detenida varias veces. Uno de sus hijos fue víctima de un secuestro. Y ahí dijo basta: abandonó su casa después de la enésima visita de la policía “con una maleta mal hecha a toda prisa, casi sin ahorros”. Dejó atrás a un marido chavista del que no tiene ni quiere tener noticias. Y tras 30 horas de viaje, llegó al puente Simón Bolívar —el corazón que late en toda esta historia, en la frontera entre Venezuela y Colombia— y cruzó a Cúcuta, una ciudad que prácticamente besa la frontera. Junto a ella han llegado, cargados de maletas y de historias parecidas, en torno a un millón de venezolanos en el último año. “Al principio alquilamos una habitación, pero se agotó el dinero y vivimos en la calle hasta que nos abrieron las puertas de un centro de acogida”.

Su idea es llegar a Perú, donde confía en tratar la leucemia del niño. Sí, Perú: entre los refugiados se ven bocas desdentadas y rostros desencajados, pero sobre todo ojos ansiosos que siguen creyendo en la vida y contra todo pronóstico apuestan a la esperanza.

No hay que entenderlo todo, pero no viene mal hacer el intento. Ocho de cada 10 venezolanos huyen porque sufren pobreza crónica o severa, porque la hiperinflación se come los ahorros —y los sueldos—, porque el PIB ha caído el 40% en tres años, porque la inseguridad alimentaria afecta al 90% de la gente y porque faltan medicamentos y hasta médicos: 6.700 licenciados en medicina engrosan las filas de la diáspora. Y, ante todo, y sobre todo, por miedo: “El Gobierno arremete contra los críticos a través de represión a veces violenta en las calles, encarcela a opositores y juzga a los civiles en tribunales militares”, dice un informe de la ONU.

El exilio es uno de los nombres del viaje. Si el exilio es forzado se convierte —en palabras del escritor Santiago Gamboa— “en un viaje triste”; en una suerte de condena. El puente Simón Bolívar es una continua sucesión de penitentes —4.000 diarios, muchos de ellos para no volver— en busca de un futuro mejor: los inmigrantes esperan que sus salarios se multipliquen entre cuatro y 12 veces, según David Miller, de Harvard. Pero Harvard queda lejos de Cúcuta. Aquí los venezolanos huyen de una pesadilla, pero cruzan a una ciudad con un 16,5% de paro y con una economía sumergida que supera el 50%. Los servicios públicos están colapsados: los primeros brotes de xenofobia obedecen a esas tensiones. Y la ciudad, estación de paso del narcotráfico, es una de las 50 más violentas del mundo por la presencia de grupos guerrilleros y paramilitares en toda la región.

Polvo, mugre, enfermedad, miseria, contaminación, un paisaje humano convulso: Cúcuta es el destino irónico de miles de venecos que venden —literalmente— todo lo que tienen en sus calles. Hasta su propio pelo: una cabellera vale 70.000 pesos (20 euros).

El mínimo común denominador de todas esas historias es la necesidad y el miedo: a mediodía de un viernes cualquiera, en el cuaderno del periodista hay dos docenas de relatos parecidos. “Hagan algo”, se despide Susana Guevara con una mirada de desesperación que a la vez se las apaña para transmitir dignidad. “Llegan cientos de venezolanos sin parar: a este ritmo la situación será en insostenible en algún momento no muy lejano”, apunta Willinton Muñoz, director del Centro de Migraciones de la Fundación Scalabrini, en Cúcuta. La Comisión Europea y el Gobierno español acaban de recoger el guante —en una misión a la que ha sido invitado este periódico— con fondos para prestar asistencia en la zona.

Por necesidades de la representación iconográfica de la historia, la imagen de los jóvenes berlineses demoliendo el muro acabó simbolizando el final de la pesadilla comunista. No se vislumbra nada tan rotundo, tan visual en Venezuela, aunque la historia no suele llamar a la puerta para anunciarse. Lo más parecido a los martillazos contra el muro es esa muchedumbre que protagoniza el éxodo de una generación lanzada por el destino a una sacudida violenta como una catarata. Lo que se avecina, o a lo peor ya está ahí, es una crisis humanitaria de gran calibre. Y casi invisible: una de las leyes misteriosas de la vida es que siempre nos percatemos tarde de lo importante.