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14 de julio de 2018, 4:00 AM
14 de julio de 2018, 4:00 AM

El filósofo inglés Simon Critchley, siempre atento a los fenómenos culturales –tiene un gran libro sobre David Bowie–, ha publicado En qué pensamos cuando pensamos en fútbol (Sexto Piso), un texto esquizofrénico de la mejor manera posible: el autor intenta una reflexión fenomenológica sobre este deporte sin olvidar en ningún momento su condición de fanático del Liverpool. Es difícil que funcione del todo la alianza entre Zidane y Gadamer, Klopp y Heidegger; a ratos desorientan los saltos del libro. A la vez, sin embargo, tenemos un gran retrato de cómo funciona una “pasión” en un pensador: está el furioso intento por comprenderla analíticamente, la rabia ante uno mismo por saber que el deporte que uno adora ha sido tomado por las grandes corporaciones y en este la xenofobia, la misoginia y la homofobia sacan pecho; está también, por supuesto, el dejarse llevar visceralmente por el juego apenas sale a la cancha el equipo que uno sigue desde niño. 

Para Critchley el fútbol es central en nuestras vidas porque en él prima la asociación colectiva, que es la que “integra y eleva” a los Messi y los Cristiano; recargando las tintas, sugiere que la forma política auténtica del fútbol es el socialismo, y asume la contradicción ante su sustrato material, que es el “dinero sucio”, y ante el hecho de que el deporte ha sido modificado por completo y se ha convertido a veces en un “espectáculo insoportable del capitalismo tardío”. Explorar esa contradicción no es parte del proyecto de este libro; lo que le interesa a Critchley es la experiencia del encantamiento que produce el espectáculo, la forma en que este transfigura nuestro sensorium: vemos un partido pensativos, alejados de la cotidianidad del mundo, suspendidos en un deleite estúpido, esperando la catarsis, la explosión de una jugada que rompe incluso con la forma en que concebimos el tiempo. Así, los jugadores entran en comunión con los espectadores: no son seres-en-sí-mismos, como diría Hegel, sino seres-para-los-espectadores, “necesitados de su reconocimiento para afirmar su existencia”.

Lo mejor del libro es la exploración del paso del tiempo en su relación con el deporte. El fútbol es sobre todo el espectáculo de los cambios temporales, la ruptura con el tiempo del reloj para entrar a lo que Critchley llama, en un alarde de fanatismo, “el tiempo de Klopp, el tiempo extático del momento… cuando somos elevados a otra experiencia de la temporalidad”. El fútbol es lo más cercano que tenemos a los festivales teatrales de la Atenas antigua, donde quince mil espectadores asistían a la definición de un destino; en el festival, como en el fútbol, importa mucho la repetición, el “ritmo del año y el movimiento de las estaciones”: el tiempo regresa, y en esos 90 minutos de un partido promete sacarnos del tiempo. En el retorno continuo de la temporada futbolística también regresan la decepción y la esperanza, y, por supuesto, la belleza y la gracia, que para Critchley está encarnada en Zidane, tanto en el futbolista como en el entrenador; la gracia, Critchley cita a Von Kleist, solo aparece de manera corporal en un ser que o no tiene conciencia o la tiene infinita, un títere o un Dios: Zidane podría ser ambas cosas a la vez. 

Uno de los encantos de este libro es la ausencia de ironía en el uso de conceptos como el heideggeriano Weiderholung (“un nuevo momento histórico”) para entender el fútbol, y, también, la falta de pudor con que Critchley nos cuenta cómo tiene que mentir en congresos académicos para ver partidos sin que lo molesten, o su complicidad intensa con su hijo en torno a los partidos del Liverpool, o incluso sus experiencias sobrenaturales, como aquella vez en que creyó ver a su padre ya muerto en el estadio.

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