El grandioso representante del romanticismo literario francés es el autor de esta clásica novela, un verdadero compendio de saberes eruditos de literatura clásica y arquitectura

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23 de febrero de 2019, 4:00 AM
23 de febrero de 2019, 4:00 AM

Se encerró en su estudio. Guardó la ropa en el armario, compró varias velas para trabajar de noche y cargó mucha tinta en su frasco. Alistó un bloc de cuartillas infinitas y se enfrentó al vacío del papel decimonónico. Estaba con el corazón dolido, con el alma despechada porque había terminado hacía poco su relación con Adèle, mujer suya y madre de sus cinco hijos.

En realidad, no había sido él sino ella y alguien más. El amor se había disuelto por la obra de un tercero. El intrigante había solido ser su amigo: nada más ni nada menos que el fracasado novelista pero laureado crítico literario Charles Sainte-Beuve. ‘Â (Fatalidad). Esta palabra en griego estaba inscrita en el templo como un signo del tiempo.

Cierto día, mientras “huroneaba” el escritor en la catedral de la capital francesa, vio este grabado lítico y pronto supo que debía dejar escrita una novela como testimonio de una época -o por lo menos de una menteque respeta el patrimonio arquitectónico y los monumentos bellos de las urbes civilizadas, con el fin de que las generaciones venideras guarden respeto, si no amor, hacia las construcciones antiguas y significativas que, en resumidas cuentas, son la expresión de las sociedades a través del tiempo.

Es difícil imaginar cómo un hombre de solamente 28 años, en la plenitud de la juventud y cuando se tiene todas las facilidades físicas para pasar bien la vida, se pudiera encerrar en un claustro en el que no entran el ruido ni la distracción, con el fin de hilvanar una historia tan compleja, tan rica, tan bien pensada y tan compacta como la que se muestra al mundo en Nuestra Señora de París. El libro nace como una reivindicación del cuidado de los edificios gó- ticos y medievales, pero desemboca, como estuario sublime, en el relato de un amor contrariado: el de la gitana Esmeralda y el jorobado Quasimodo.

Claro que sí, pues era el romanticismo; no se podían dejar de lado los sentimientos ni las melancolías del espíritu. Víctor Hugo no lo hizo porque sí, una circunstancia lo obligó. El matrimonio de Adèle y Víctor no había estado marchando bien ni en lo sentimental ni en lo económico. Habían dejado de percibir una pensión real que cobraban.

Entonces un editor, Gosselin, le hizo una propuesta: una buena novela a cambio de una buena retribución económica. El escritor francés, acuciado por las deudas, vio la oportunidad de, además de exhortar a la conciencia del pueblo galo para que preservara la arquitectura gótica y medieval, la ocasión para tener un buen ingreso pecuniario que le permitiese saldar sus compromisos.

Comenzó en septiembre de 1830 y concluyó en febrero del siguiente año. Fueron seis meses en los que el escritor no respiró sino ideas ni transpiró sino tinta. Se puso manos a la obra y, con las ideas nada claras, como un navegante que se mete en un mar sin compás en mano, comenzó a escribir a vuela pluma.

Con denuedo, hasta con furia, fue escribiendo y emborronando mucho papel. Era de los genios que creen que el talento es fruto del carácter y la voluntad y no de una estrella luminosa del cielo. Debió haberse documentado mucho, porque la novela es un verdadero compendio de saberes eruditos de literatura clásica y arquitectura.

Cuando salió de su estudio lleno de libros en desorden, cuando por fin puso el punto final a la obra después de haberse restringido en la comida y con el pelo totalmente desaliñado, había nacido una de las novelas más logradas y maravillosas, no del siglo XIX, sino de la literatura mundial de todos los tiempos: Nuestra Se- ñora de París. En esas páginas las gárgolas se mueven porque el jorobado les da vida.

El campanero hace volar su imaginación para que esta le dé unos amigos de piedra que hablen y hasta canten con él cuando se siente más solo que nunca. Y es que su vida había sido solamente incomunicación y melancolía, tañendo las campanas que hacían retumbar los aposentos de la iglesia.

Era sordo, y ni el temblor de las campanas producido por el golpe de los badajos gigantescos hacía el menor ruido en su cabeza. Claude Frollo, en realidad y a pesar de todo, no era una mala persona, porque había prodigado a Quasimodo cuidado, comida y techo desde que lo encontrara en el atrio de Notre-Dame, pero nunca le había dado calidez ni amor.

Entonces surgió en el alma del jorobado la necesidad de dar vida a esas esculturas de piedra pegadas, muy alto, a las paredes de la catedral. Volaban, se desprendían del granito de la iglesia, batían sus alas haciendo de Quasimodo se deleitara con el espectáculo de sus amigos líticos. El grandioso representante del romanticismo literario francés que escribiera Las contemplaciones y Las hojas de otoño, el sacerdote de la épica y la epopeya de las Odas y La leyenda de los siglos era también un agudo polemista y uno de los padres de la novela de denuncia social, pues siempre trató de esgrimir sus espadas de crítica social junto con sus floretes de arte delicado.

La historia gira en torno a los monumentos emblemáticos de la ciudad. Pero el eje es esa mole de piedra, la iglesia consagrada a Nuestra Señora de París. La novela tuvo gran notoriedad e impulsó la arquitectura neogótica. Pero probablemente su mayor virtud esté en la belleza de la palabra, en la maestría de la narrativa y en la habilidad para expresar lo más fantástico del alma.

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