La novela del escritor colombiano, que aborda el arte contemporáneo y las drogas, llega en una nueva edición de la mano de Dum Dum Editora

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25 de mayo de 2019, 4:00 AM
25 de mayo de 2019, 4:00 AM

En Ornamento —novela del colombiano Juan Cárdenas publicada originalmente en 2015 por Periférica y en 2019 por Dum Dum para los lectores bolivianos—se da un cruce entre arte contemporáneo y drogas.  “Mi arte”, dice el principal narrador, un científico que consiguió sintetizar una droga recreacional que sólo afecta a mujeres, “es para todo el mundo, para cualquiera, no hace falta saber nada de antemano, no se requieren intérpretes dotados de una lengua hermética, ninguna liturgia. El único espacio de legitimación es el mercado, o sea, el cuerpo y el mercado”.

    Esa cita define el foco de tensión de una novela que es abiertamente política, aunque esto no se manifieste en un discurso explícito. La anécdota es la siguiente: cuatro mujeres son conejillos de indias, experimentan con una nueva droga sintetizada de una flor usada por campesinas de la cordillera para fabricar jabones. Un químico observó que las ponía en éxtasis colectivo y se le ocurrió comercializar el producto. A tres las adormece pero a una, a la llamada Número 4, la hace hablar. Su voz interviene y rompe la narración. Ese efecto es potente porque violenta el tono y la estructura. La voz circula como un virus, es autónoma, casi no tiene que ver con el cuerpo de la emisora.

     Hay otro personaje central, la mujer del narrador, con quien llegan a formar un trío: una artista de renombre que es, en cierta medida, prisionera de su buen gusto. Un gusto cerrado y elitista. La novela sugiere que a diferencia de lo que dicta el sentido común, ambos operan en el mismo nicho, ya que crean estados de ánimo artificiales, pero trabajan desde lugares diferentes. El diseñador de drogas es también un artista, sólo que prescinde de la condición de elite de los receptores para que se produzca el efecto revelador. “Mi nueva droga no conoce distinción de clase, nivel adquisitivo o educativo entre las consumidoras, eso quiere decir que es posible una cierta idea de democracia basada en el consumo”.

     Si la droga permite acceder al goce del arte sin exigir como condición una educación o una sensibilidad especial, iguala a todos, es la democracia de la experimentación sensorial y estética, y el científico que las diseña es un artista que no depende de la vigencia histórica de su producto. La droga, a diferencia de los cuadros o de las instalaciones, no tiene fecha de caducidad ya que no depende de una interpretación para poder funcionar. Su esplendor va más allá de todo consenso. Ornamento se enmarca en las novelas contemporáneas que discuten el arte y sus efectos sociales: pienso en La Comemadre de Roque Larraquy o en Seiobo There Below de László Krasznahorkai, por nombrar ejemplos de tradiciones distintitas. 

   Podríamos pensarla como una novela de ideas, y en ese sentido hay dos recurrentes que me interpelan. La primera es la de la monstruosidad, entendida como un exceso de formas, como la violencia del artificio,  un defecto en la arquitectura de las cosas y de los cuerpos. “Su rostro es puro exceso, un derroche de intenciones, el gasto por el gasto, adorno fuera de control”, describe el narrador a la Número 2, una mujer que ha sido sometida a varias cirugías estéticas. Más adelante, en un diálogo con Número 4, esta remarca: “Es imposible que no le gusten las iglesias coloniales, si son tan bonitas”. Él replica: “no aguanto los firuletes y las molduras y ese estilo tan recargado, menos aún las imágenes de arcángeles y santos. Me dan miedo, sobretodo porque esa era la clase de cosas que le gustaban a los narcos de los años 80”.

 La monstruosidad como un exceso de formas nunca neutras contrasta con la gracia, el efecto máximo buscado por la esposa del narrador: un estado que bien podría equipararse con la desnudez de la experiencia estética total. “Cuando el gesto queda despojado de cualquier exceso de sentido o intencionalidad, aparece algo que solo puedo atinar a llamar gracia”.

Sólo por la forma se llega a esa plenitud, pero la plenitud perfecta implica la destrucción de la forma. En ese estado supremo, parece sugerirnos la artista, la interpretación es un artificio que debe ser desechado, el sentido también lo es. Lo único que vale es el desorden sensorial en su condición material, un privilegio que ofrece la droga sin pasar por todas aquellas mediaciones del arte.

  La segunda idea que circula en la novela ya la sugerí al principio: el gusto y la educación como una cárcel, algo que te acerca a la experiencia estética pero al mismo tiempo la condiciona o la ensucia. Está el gusto de la artista, que es lo que le dio el prestigio pero al mismo tiempo la condenó a una forma que va a envejecer y a quedar desfasada, y está la educación del científico, a quien Número 4, en el brutal monólogo largo casi al final de la novela, define como “un pobre diablo, un monstruo, sí, pero un pobre diablo que mira al mundo desde detrás de las rejas de su educación”.

            El crítico Nadal Suau, en la reseña aparecida en El Cultural hace ya cuatro años, destacó que ciertas “inexactitudes que separan el mundo de la novela del mundo más o menos cotidiano, no son tanto elementos de literatura fantástica como perspectivas realistas pero ligeramente excéntricas”. En ese registro tan difícil de clasificar — ¿es una novela fantástica? ¿Es una de ciencia ficción? ¿Es una de terror (Cárdenas afirmó que una de sus influencias fue la película francesa Los ojos sin rostro)?— se potencia su naturaleza política y pone en evidencia cómo los géneros ‘menores’ resultan más efectivos a la hora de abordar cuestiones sociales que están presentes pero que circulan en la periferia como murmullos. JG Ballard hizo una de las obras más significativas de la segunda mitad del siglo XX utilizando esas estrategias de desvío. Un realismo deformado resulta más preciso a la hora de retratar las pesadillas colectivas.

La novela aborda algunos problemas de la Colombia y de la Latinoamérica actual —el debate sobre la legalización de las  drogas,  el cuerpo de las mujeres como objeto de experimentación y mercantilización— sin caer en los lugares comunes de la pornomiseria, que puede ser pensada como un defecto del realismo, de cierto uso del realismo. Esa mirada tangencial en Ornamento es clave. Aun cuando a estas alturas de la reseña resulta redundante mencionarlo, se trata de una lectura altamente recomendable, un libro incómodo, potente, que parecería haber sido escrito bajo la fiebre de un terrible sueño tropical.

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