Publicada por primera vez en 1970, la editorial argentina La Bestia Equilátera recupera este clásico negro, que fue llevado al cine con el título de Deliverance

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11 de noviembre de 2017, 4:00 AM
11 de noviembre de 2017, 4:00 AM

James Dickey fue, sobre todo, un poeta. Dwight Garner, de The New York Times, escribía que era un maximalista, que sus poemas “espaciosos y locuaces se derramaban de la página como una cascada”.

En The lifeguard (El guardavidas), uno de los más conocidos y antologados, su protagonista repasa el momento en que no pudo rescatar a un chico y ese recuerdo terrible se convierte en una reflexión sobre la responsabilidad y la culpa en el marco de un paisaje soberbio, un lago a la luz de la luna. In the tree house at night (En la casa del árbol, de noche), otro de sus poemas mejor conocidos, también aparece la culpa pero esta vez en la figura de su hermano, Eugene, que murió joven: “Respiro el liviano cabello de mi hermano vivo/ La colcha a nuestro alrededor se vuelve/ Sólida como la piedra, y se mece/ ...Y mi hermano muerto sonríe/ Y toca la raíz del árbol”.

Por supuesto, no fueron sus únicos temas, aunque “el hombre frente a la naturaleza” –no necesariamente enfrentado, también contemplativo– fue de los más importantes. Como poeta, Dickey ganó el National Book Award en 1965 y un año más tarde fue nombrado Poeta Laureado por la Biblioteca del Congreso. Entre 1960 y 1993 publicó casi treinta poemarios; murió en 1997, seis días después de su última clase en la Universidad de Carolina del Sur, donde era poeta residente y profesor.

Nacido en el estado sureño de Georgia, Dickey fue soldado en la Segunda Guerra Mundial y piloto en la Guerra de Corea. En los años 50 se dedicó a la docencia –era licenciado en Lengua y Filosofía– pero más importante fue su paso por agencias de publicidad: el poeta fue uno de los Mad Men de aquella naciente industria. “Sentía que estaba vendiendo mi alma todos los días y que intentaba recuperarla cada noche”, dijo alguna vez. Finalmente, fue despedido por “evadir” sus responsabilidades laborales.

Ese trabajo sirvió, de alguna manera, como disparador de su única novela, la que lo hizo famoso. La violencia está entre nosotros se llama en su versión en castellano pero es mucho más conocida como Deliverance, título original también de la película de John Boorman de 1972, con Jon Voight, Burt Reynolds y el propio Dickey interpretando con convicción a un sheriff, un papel secundario pero inolvidable. La violencia está entre nosotros (1970) es un libro extraño por donde se lo lea y resulta inesperado que sea la única novela de un poeta. Narrado en primera persona por Ed, un diseñador-artista gráfico, cuenta la aventura de cuatro amigos que van a recorrer el ficticio río Cahulawassee en canoa un fin de semana. Los lidera Lewis, un macho alfa con aires místicos. El viaje se hace antes de que toda el área –miserable, desgraciada– se convierta en un lago artificial; se ha decidido hundirla abriendo un dique. Los amigos dejan sus vidas monótonas y entran a este mundo lejano y brutal. Y pronto, el paisaje les dará un cachetazo para demostrarles que son forasteros, o peor, turistas. Ocurre un hecho de violencia repentino y no provocado, de una brutalidad indecible. Quien haya visto la película difícilmente olvidará la escena de la violación a Bobby, uno de los cuatro de la partida, quizá de las más perturbadoras jamás filmadas. Los atacantes no se rinden y los cuatro hombres de la ciudad, golpeados –Lewis ahora gravemente herido– deberán salvarse. Y, en el proceso, sacan sus remilgos de suburbio para volverse tan brutales como los montañeses. Cuando el libro termina, hay tres muertos y un acuerdo fraternal de tapar lo hecho. Un pacto de sangre entre hombres. El libro es económico y directo al tiempo que complejo de atravesar: Dickey describe con precisión y se toma su tiempo, no evade los dilemas de Ed y recién acelera hacia el final, cuando los acontecimientos obligan a los sobrevivientes a resguardar su historia de violencia y hacerla pasar por un accidente.

La violencia está entre nosotros es una novela llena de signos. Antes de que se desencadenen los ataques, uno de los acampantes, Drew, toca el banjo con un chico albino y posiblemente con problemas mentales, en un duelo musical que parece una obertura country hacia el espanto (la escena de la película de Boorman es, con razón, un mito). Un búho no deja dormir a Ed aferrándose al techo de su carpa, comiendo allí sus presas. Los arcos y flechas, que llevan para cazar, tienen tanta presencia en la narración que parecen preanunciar algo más que la matanza deportiva de un ciervo. Hay víboras en los árboles. Las fábricas avícolas cercanas tiran sus desechos al río, que es un cementerio de gallinas.
No es una novela celebratoria del macho y su potencial brutalidad: a medida que pasan las páginas, estos hombres son cada vez más fríos, cada vez más temibles; incluso Bobby, víctima del ataque sexual, no deja ver ni un trazo de trauma o de fragilidad. (Mariana Enríquez)                  Radar-Página 12

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