La escritora y crítica literaria Mónica Velázquez escribe el prólogo del libro que contiene la obra completa de la poeta Blanca Wiethüchter, que será presentada esta semana en La Paz y Sucre

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9 de diciembre de 2017, 4:00 AM
9 de diciembre de 2017, 4:00 AM

El español no acudía a su mente; ni a la hora de repasar el alfabeto ni a la hora de rezar. Sabía, hija de extranjeros nacida en Bolivia, que no es propia ni la lengua a la que se nace, ni a la que se es arrojado en los viajes, en los exilios y las mudanzas. Sabía, por ser poeta, que el lenguaje es algo que se debe llegar a gobernar (como el alma, como la vida) y luego perder (como en la soledad más existencial, como en la muerte).

Quizás, por eso mismo, tomó el signo por el cuello y caminó infatigablemente hasta hacerse de la palabra justa, la revelada, la plena de sentido, la dejada en obra y vida. En suma, elaboró una poética que, al ser responsable con su escritura y exigir una conciencia profunda de lo que esta implica, trabajara la obra a la altura de la vida y, por tanto, de la muerte. 

La obra poética de Blanca Wiethüchter puede leerse de varias maneras. En todas ellas, es visible la presencia de tres líneas de continuidad. La primera implica la exploración de la conciencia como historia de una subjetividad autocrítica femenina. Los poemarios que extreman esta búsqueda son Territorial (1983), En los negros labios encantados (1989), La Lagarta (1995), El rigor de la llama (1994), Luminar y Ángeles del miedo (2005). En estos, el personaje es una mujer que se busca a sí misma en sus palabras y en su memoria. Así, la escritura deviene un campo de encuentro, descenso hacia sí misma y cuestionamiento del derecho a escribir. La memoria personal es, desde esta perspectiva, una ilusión de unidad en la historia de vida, cuyo centro se descubre andando por las zonas de la intimidad.

La segunda línea trabaja, más bien, con la reescritura y el diálogo con la tradición. El libro Ítaca es, en tal sentido, un tránsito entre la primera y la tercera líneas. En aquel, se establece no solo la intertextualidad, que presupone un conocimiento previo de la obra de Homero, sino principalmente el cambio que se da a la configuración del personaje femenino, convertido en un estereotipo de fidelidad.

Si aquella es la esposa que espera veinte años a Ulises y empeña, en ello, su única tarea; si es el tejido destejido la sola manera de esperar al otro; la escritura de Wiethüchter recupera a Penélope para sí misma y le devuelve su tierra, la Ítaca que es también su hogar, al que volverá después de un viaje inmóvil. Se incorporan al mito otros tiempos, otras lecturas que instalan lo femenino en lo cotidiano y reponen el valor de la espera de sí misma, antes que la del amado, trabajando, además, la inevitable conciencia de separación que solo el amor otorga. El diálogo con la memoria literaria y, por tanto, con la tradición, se establece como la posibilidad de rescribir el mito, por medio de un arduo trabajo de enunciación.

El pasado histórico
Responsable para con la palabra y la vida, su poesía asume, desde otro ángulo, el encuentro de palabra y memoria. La tercera línea trazada a lo largo de dicha obra poética nos permite asistir al diálogo con el pasado histórico, lo que tiñe a la poesía de esa “memoria larga” que opera a través de una colectividad.

Los poemarios Noviembre-79 (1979), Madera viva y árbol difunto (1982), El verde no es un color (1992), Sayariy (1996) y Qantatai (1997) textualizan rituales y momentos dolorosos de la historia boliviana del siglo XX: desde el golpe militar de 1979 –considerado uno de los más sangrientos–, el último período dictatorial, de 1981 a 1983, hasta inicios de este siglo. Es por medio de tal diálogo con la historia que la memoria entra a formar parte de la escritura de Wiethüchter.  Noviembre- 79 es un poemario compuesto por ocho poemas breves que, a manera de recuadros, describen fragmentariamente lo ocurrido en las calles de la ciudad de La Paz ese primero de noviembre.

Los bandos aparecen para despertar una memoria de la derrota: “la sangre otra vez/ estupefacta”; la referencia es temporalmente indeterminada, solo se nos habla de un tiempo anterior en que la sangre estuvo presente. Luego, hay una toma de posición que sitúa al hablante en la perspectiva de los estudiantes-obreros-campesinos enfrentados a los tanques: “orgullo de ser/ blanco/ para una bala”. La batalla es sólo “una herida”, tal vez lo único que “nos nombra pueblo”. 

Por su parte, Madera viva y árbol difunto es la profundización de dicho diálogo con el autoritarismo político de esos años. El contexto mismo deviene un interlocutor que remite la experiencia al pasado más lejano (la Colonia), en busca de un sentido que, ella sabe de antemano, resulta inexistente para el presente, situado bajo dictadura. Este libro representa el punto más complejo en la búsqueda de la incorporación de otros hablantes a un texto poético: los protagonistas hablan, enuncian y configuran mundo, junto a una voz poética situada en los inicios de los años ochenta. Entre ambas voces, se sugiere tanto la persistencia de una lógica colonial y devastadora como la sobrevivencia de lo indígena, en sus cantos, oraciones, renacimientos. 

Otra forma de comprometerse con la historia y hacerla parte estructural del poema radica en un desplazamiento por el territorio boliviano, ilustrando una profunda correspondencia entre la memoria, el espacio y el lenguaje. La hablante de El verde no es un color se va a la zona de Santa Cruz, trópico boliviano, y se halla carente de antepasado, de palabras y de capacidades para habitar tal sitio. 

En un apartado del libro, aparecen canciones de guaraníes y ayoreos, antiguos pobladores de la zona, quienes narran cómo era su mundo ya casi perdido en el presente enunciativo. Los textos provienen de la recopilación que hiciera de ellos Roa Bastos, en Culturas condenadas. Pese al sentimiento de no pertenecer al lugar, la hablante se solidariza con dichas voces, tan “extranjeras” en esa tierra como ella misma.