Los excelsos poetas y narradores plasmaron sus obras maravillosas en un pequeño jardín, en un mustio recodo, en la alcoba o en un pasadizo

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16 de noviembre de 2019, 3:00 AM
16 de noviembre de 2019, 3:00 AM

Musa es toda fuente inspiradora que provoca una gran explosión artística. Se habla de la asistencia divina en la transmisión de un mensaje que eleva al sabio a la categoría de semidiós. 

La inspiración, por tanto es más que una fuerza mental o física, es emocional y espiritual al mismo tiempo, y hace que las personas logren cosas extraordinarias a un nivel superlativo. A diferencia de la motivación, la inspiración añade un condimento de magia que trasciende lo meramente material para instalarse en un mundo ideal y casi sobrenatural.

Los excelsos poetas y narradores plasmaron sus obras maravillosas lejos de lugares paradisíacos o paseos feéricos, en un pequeño jardín, en un mustio recodo, en la alcoba o inclusive, en un pasadizo secreto.

Para recobrar la salud, conjurar fantasmas y confesar lo inconfesable, Kafka, mantuvo entrenados el pulso y la imaginación y el poder de observación. Musil lleva un diario para historiarse a sí mismo, para examinarse el cuerpo bajo el microscopio de su propia prosa. Mansfield escribe con el propósito de aliviarse y, por fin, emerger. Jünger, busca contrabandear el horror bajo las formas de “criptogramas” y “arabescos cifrados”.

 Pavese, para llevar a cabo un minucioso e implacable examen de conciencia. Barthes, aspira consumar un ejercicio meramente experimental. Y si todo ese variado repertorio de funciones se redujera a una sola fórmula, arcaica pero eficaz: Conocerse a sí mismo.

Estos titanes de la literatura universal se mueven en microcosmos donde el numen supera los escenarios naturales o artificiales. Nuestro escritor Roberto Navia Gabriel, a través de sus crónicas estremecedoras, ha abierto el alma más sensible del ser humano, mostrándonos el dolor más espantoso proveniente del averno y la sinrazón.

Tres Premios Nobel de Literatura: Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, se mueven como las hojas primaverales, es decir buscando la luz como faro conductor de su pathos. El chileno llega al Parnaso acariciando la espuma del mar, desde el malecón de las costas recortadas por peñascos y palmerales, registrando los mínimos detalles de una visión onírica que transforma en poemas y obras emblemáticos. 

Prefiere el campo despejado donde asoman las alondras y las caracolas. Su ojo poético ha sido comparado como una sinfonía de voces encantadas. “Gabo” escribe con fuerza portentosa, caminando con soltura por lugares paradisíacos y también por tupidos bosques donde chillan y cantan los monos, los grillos y los pájaros. “La naturaleza me estremece y me maravilla. Es un poderoso imán que hay que describirlo con el alma.

El hombre común, el campesino o el originario, es el que enciende mis devociones, porque hay en él una especie de halo místico que debe perpetuarse en todo abordaje”. Por su parte el arequipeño Vargas Llosa, se autodefine como un perpetuo emigrante. Sus personajes viajan de Brasil a África, de Iquitos a Tokio, de Londres a Tahití, de Madrid a Nueva York.

Sin embargo, desde su primera novela, expone su afán de contar historias, a campo abierto, los temas de su predilección, buscando fotografiar con su pluma mágica las grandezas y miserias humanas, interpolando complejas situaciones como el conflicto entre civilización y barbarie. 

“El arroyo es muy humilde y muy escaso, pero en su corto trayecto riega huertos y praderas. El milagro está en la florescencia. Este es el punto de inspiración que usa el escultor y el escritor para transformar en sublime lo terrenal y cotidiano. No hay otra explicación”, ha dicho.



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