El Deber logo
27 de agosto de 2019, 4:00 AM
27 de agosto de 2019, 4:00 AM

Hace algunos días comencé unas clases de defensa personal y por supuesto, la primera lección que te enseñan es: ante una situación de ataque, por más preparada que te sientas, por más cursos tomados o certificados obtenidos; si puedes, corre.

Corre. Corre lejos de tu amenaza, de tu agresor, de tu pareja. Corre, no mires para atrás, no pienses si lo lastimaste o si viene detrás. Toma el miedo mezclado con la adrenalina y hazlo funcionar. La segunda lección es la reacción.

“A cada ataque que recibas tienes que reaccionar con alguna de las técnicas que te vamos a enseñar, si esa no funciona, tienes que recurrir rá- pidamente a otra”. A cada acción, una reacción.

Leyes de la física. Movimientos. “Es tu vida la que está en peligro, por lo tanto tienes que pensar rápido”. Pienso que son muchas las cosas que solemos hacer en modo reacción.

Es decir, quedándonos inmóviles hasta que ocurre algo no planificado que nos saca del letargo y nos vemos obligadas a movernos. Mientras el profesor hablaba en esa primera clase, yo contenía mis ganas de llorar de rabia. ¿Por qué tenemos que capacitarnos para defendernos en caso de que nuestra pareja nos intente matar? Esta realidad que todos los días nos golpea la cara en los medios de comunicación, en las conversaciones entre amigas, no tiene ningún sentido.

Y hasta el profesor lo decía con vergüenza: la propia pareja. Pero le faltó decir: los tíos, primos, padres, compañeros de colegio y otros más, cercanos, cercanísimos. Pienso que escribir una columna de opinión es también un ejercicio de reacción. Tener los ojos bien abiertos, aun cuando no se quiera, aun cuando la realidad nos sobrepase.

Estos días no he podido reaccionar, simplemente me quedé inmóvil con una sensación de desamparo brutal. Se está quemando todo, papá. Se están quemando los arboles donde creciste. Se están muriendo las raíces de las raíces. Ese pequeño tesoro del que me ufano ahora que vivo en un lejos donde el verde casi no pinta. Es que ese imaginario amazónico está tatuado en nuestra impronta. Y nos hace razonar y movernos de cierta manera.

Papá, vos naciste ahí, yo en la ciudad, pero ambos lo llevamos dentro porque así funciona. Porque me heredaste un paraíso real e imaginario. En mis últimos años alejada, esa selva no ha hecho otra cosa que crecer en mí. Es una especie de romanticismo, claro, pero también una forma de vivir, es desayunar los mangos que se caen del árbol, es llevar la humedad dentro y fuera. Qué te digo, papá, cómo reaccionamos o mejor dicho, por qué tenemos que reaccionar.

¿Cómo llegamos hasta acá? ¿En qué momento no nos damos cuenta que la persona que más amamos nos va a tirar el primer golpe o nuestros amigos de toda la vida nos van a drogar y violar? ¿En qué momento se difumina la línea entre fomentar la producción y destruir lo que nos mantiene vivos? ¿Por qué esperamos tanto? Fallamos en muchas cosas, la principal, en pensar que reaccionar es lo adecuado.

Fallamos por no tener conciencia política, por egoísmo, por no saber dimensionar las consecuencias de nuestros actos.

Y me refiero a ambas cosas, a nuestro desmedido consumismo capitalista y a esa incapacidad que tenemos para cortar relaciones con hombres que sabemos violentos.

Nos serviría más un mea culpa que ir vomitando insultos desinformados en las redes sociales. Porque es fácil confundirnos en estas épocas, en estos meses; pero incluso el profesor de defensa personal nos pide reaccionar con responsabilidad, responsabilidad con nosotras y con todo lo que nos rodea.

Tags