Conmovido con el hecho, el autor investigó cómo se cometieron estos abusos en serie contra familias enteras, en una comunidad de menonitas.

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2 de junio de 2019, 4:00 AM
2 de junio de 2019, 4:00 AM

Quedé totalmente sorprendido cuando hace ya 10 años, me enteré por la prensa y por la televisión, sobre las aberrantes violaciones sexuales que habían sucedido en algunas colonias menonitas próximas a Santa Cruz, de las que fueron víctimas niñas y niños, jóvenes en plena pubertad, y también personas mayores. No quedé conforme con la información de los medios y tal fue mi curiosidad que decidí escribir un a crónica sobre el tema, que derivó en una extensa novela, por tanto con grandes pasajes de ficción, que titulamos Los violadores del sueño y que la editorial La Hoguera publicó a poco de los acontecimientos.

Para enterarnos de lo acontecido hicimos visitas a varias colonias, en especial a Manitoba, a 157 km de nuestra capital, la más tradicional y severa de todas. Hablar con un menonita por aquellos parajes es improbable porque eluden la conversación, además de que su español no es muy comprensible; pero tratar de buscar diálogo con una menonita es imposible. En primer lugar porque no tratan con extraños, huyen; en segundo lugar, porque hablan menos español que los varones ya que en esas comunidades se habla un alemán arcaico, el “bajo alemán”, ni siquiera muy compresible para los germanos de la actualidad.

Además de visitar las colonias recibí la ayuda de mi hermano Mario, para conectarme con el fiscal del caso, el Dr. Freddy Pérez, quien tuvo la gentileza de entregarme una copia del expediente del juicio contra los violadores, documento fundamental para leer las declaraciones de las personas que habían sido sometidas por esa pandilla de siete malvivientes, que, se supone, violaron a más de un centenar de mujeres y varones y algunos afirman que el total de víctimas estarían en torno a las 150, porque muchas de las mujeres, sobre todo, prefirieron sufrir en silencio antes que mostrar su vergüenza.

Otra ayuda que me proporcionó el fiscal Pérez fue permitirme asistir a las audiencias, muchas públicas, pero otras no, sobre todo cuando declaraban las niñas menores de edad. Estuve presente cuando declaró Peter Wiebe Wall el que envasaba en tubos de spray la escopolamina para venderla a los desalmados y que ellos la regaran en las habitaciones y paralizaran a sus víctimas para vejarlas. La escopolamina es un narcótico peligroso en alta dosis, como la burundanga, belladona o la mandrágora, todas plantas provenientes, según se cree, de África y Asia, y que crecen en lugares oscuros y húmedos de la selva.

Pues bien, el resultado fue de que siete malandrines, clientes de Peter Wiebe Wall, que les proporcionaba escopolamina y hasta viagras, ingresaban de noche a las casas de familias honorables que descansaban luego del arduo trabajo de campo, para esparcir ese producto que antaño se lo llamó “la hierba de las brujas”, lo que les producía delirio y parálisis en quienes eran afectados y una absoluta somnolencia que les arrebataba la voluntad.

Los siete violadores aprovechaban un tiempo no superior a 40 minutos, que duraba el efecto del narcótico, para violar a todos quienes reposaban, niñas, jovencitas a algunos niños y hasta a los padres y madres. Echaban la escopolamina por una ventana y en poco tiempo los vivientes entraban en un sueño profundo. Entonces ingresaban los jóvenes y elegían a sus víctimas y las abusaban hasta saciarse.

En 40 minutos debía estar todo concluido y abandonar la vivienda, que, por lo general, no tenía trancas en las puertas ni refuerzos en las ventanas. En una comunidad como aquella no existía necesidad de medidas de seguridad porque era tierra de gente buena. La prueba está en que en las desgraciadas incursiones nocturnas no había robo sino sexo.

Esa misma noche de los padecimientos algunas de las afectadas – principalmente eran mujeres – se daban cuenta de lo que les había sucedido, padecían de fuertes dolores, pero muchas preferían morir a contarlo. Otras chicas –generalmente en pubertad– habían permanecido despiertas sufriendo la agresión, mirando a su violador, pero, por efecto de la escopolamina quedaban sin voluntad para pedir auxilio o recordar bien.

Tanto las niñas como las jovencitas que contaban a sus padres lo que sufrían algunas noches, las atribuían a la presencia del diablo. Pero reconocer que satán estaba presente en algún hogar era como admitir que los ocupantes en aquella casa eran malditos, señalados por lucifer, que algún delito grande habían cometido. Quedarían estigmatizados para siempre. Por lo tanto se guardó silencio durante meses hasta que alguien contó lo que sucedía y luego hablaron todos.

En Manitoba, con aproximadamente 2.000 habitantes, no se utiliza la luz eléctrica, ni los motores a combustible, ni tampoco se permiten la televisión o la radio. Todo se limita a los rezos y a la misa de los domingos, donde se reúnen las familias. Luego, no se sabe de fiestas ni de celebraciones, todo se limita a la comida frugal. Las chiquillas van a la escuela y una vez que aprenden a leer, escribir, y la aritmética elemental, tienen que ayudar en la casa, ya sea sembrando y cosechando o en la cocina ayudando a sus madres. Muy jóvenes se casan con alguien de la colonia y procrean muchos hijos, pero para que un hombre las acepte como esposas se exige una sola condición: que sean vírgenes. A la que no es virgen le costará encontrar marido y la soltería es su más probable y humillante destino.

La operación para ingresar a las casas era más o menos la misma en todas las circunstancias. Esto escribía en mi novela “Los violadores del sueño”: “Con el mayor sigilo, David se desplazó sobre la calamina tibia todavía. Roció el atomizador por la ventana abierta, con tela milimétrica, del dormitorio de los señores Teichroeb. Esperó un momento. Cinco minutos interminables. Luego oyó unos ronquidos que eran tan ruidosos como los gruñidos del perro Bug. David se quedó quieto un momento más y se aproximó al siguiente dormitorio, donde dormían también con la ventana abierta pero sin el marco de la tela milimétrica, cinco de las hijas de Klaus y de Helga Teichroeb. Se cubrió la nariz y la boca y roció el adormecedor en abundancia y se quedó sentado afuera, de espaldas a la pared. Luego de unos minutos golpeó suavemente el vidrio de la ventana abierta, con un nudo en la garganta por la tensión. Después golpeó más fuerte. No respondió ninguna sola voz. Solo se oía el sueño acompasado de las chicas…” Entonces, con la mesa servida, el delincuente abría la puerta de calle y entraban sus secuaces que estaban esperando afuera y comenzaban las violaciones sin ninguna contemplación con nadie.

Fui a ver a los violadores en la cárcel de Cotoca, donde estuvieron detenidos un tiempo. No me podía imaginar que esos jóvenes pudieran hacer aquellas aberraciones con sus compañeras de juegos en la escuela, con sus primas y hasta, la peor de las infamias, con sus hermanas, es decir el incesto más abominable. La endogamia tenía que ser algo natural, si es que la población de Manitoba apenas llegaba a las 2.000 personas. Y esos siete muchachos que recibieron 25 años de prisión como sentencia, cometieron un crimen, imperdonable por cierto, pero porque su grupo social no les permitía una relación normal con personas de otro sexo.

Nada justifica a los violadores de Manitoba, aún dentro de un medio social tan estricto que les producía ansias de romper principios para conocer el mundo exterior. Ahora pagan por sus culpas en la cárcel de Palmasola, mientras que decenas de jovencitas, ahora mujeres, sufrieron de terribles consecuencias.