Los marchistas, entre los que hay mujeres y niños, necesitan camping para protegerse del sereno de la noche, colchones y frazadas. Además de zapatillas

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23 de septiembre de 2019, 3:00 AM
23 de septiembre de 2019, 3:00 AM

En esta marcha hay dos momentos difíciles: cuando los cuerpos están en el camino y cuando han llegado al siguiente pueblo a descansar. Los indígenas de la décima marcha que van a Santa Cruz para exigir al Gobierno de Evo Morales que declare desastre nacional por los incendios, sufren por varios tormentos que aparecen en la ruta: por las piedras afiladas de la carretera ripiada que muerden esos pies que calzan chinelas y no zapatillas, porque las zapatillas son escasas; la falta de agua con la que se topan en los pueblos en los que reposan por algunas horas antes de seguir el viaje.

Y cuando ya han llegado al siguiente lugar donde arman campamento, aparece la otra cruda realidad: no hay las suficientes frazadas ni carpas, no hay colchones dónde dejar el cansancio acumulado a lo largo de la ruta.

Por eso, Adriana Román, Carly Rosario Poñe, Esther y Ruth Rocha y dos niños de tres y dos años de edad, esta noche como las anteriores desde el lunes pasado cuando salió la marcha desde San Ignacio, dormirán con los cuerpos bien juntitos, para darse calor, para que el frío del suelo se sienta menos, para que la falta de una colcha no les impida conciliar el sueño.

Las cuatro mujeres (y los dos niños) han llegado de bien lejos. Son las representantes del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis). Han salido de sus casas de Nueva Lasea con la ropa en el cuerpo porque sabían que el viaje era largo y no querían llevar mucha carga. Han salido calzando las chinelas con las que en el Tipnis caminan por las senditas sin piedras y bajo los árboles, un paraíso que extrañan aquí porque se han topado de frente con una carretera ripiada sin sombra a los costados y con un cielo atorado por el humo de los incendios.

Ahora están en San Rafael. Han caminado 80 kilómetros desde que el pasado lunes salieron más de 100 indígenas de tierras bajas rumbo a Santa Cruz para exigir al Gobierno de Evo Morales declarar zona de desastre nacional por los incendios, que se priorice el territorio para los indígenas y que no se dé prioridad a los asentamientos y a las colonizaciones y la derogatoria de normas que avalan el chaqueo y la quema en zonas forestales.

Han llegado a San Rafael después de cumplir una de las jornadas más duras de la marcha. El viernes habían salido de San Miguel a las 15:00 y el sábado los recibió en pleno camino. La madrugada les regalaba una brisa fresca pero el sudor del cuerpo no daba tregua. Cada paso era un gran salto para la Bolivia que lucha contra los incendios. Cuando se dieron cuenta, ya eran las 17:40 y San Rafael estaba ahí, como un oasis en medio del desierto. Los vecinos dejaron sus quehaceres y les daban las bienvenida a los marchistas con sus teléfonos celulares: los filmaban, les sacaban fotos y los perros también salieron alborotados y batían sus colas como cuando una gran visita está llegando a casa.

En la acera de la iglesia jesuítica se dieron los discursos y las autoridades locales les rindieron un homenaje por el sacrificio que están haciendo. Delsy Pedraza Saucedo, con sus 68 años de edad, agradeció el gesto, pero dijo que el mejor apoyo sería que se sumen a la marcha, como lo ha hecho ella que ha dejado su San Miguel para salir a luchar por sus hijos, por sus nietos y por sus bisnietos.

Joaquín Orellana Rivera es el presidente de la Décima Marcha Indígena y en casa ha dejado a su esposa y a su niña de seis meses de edad. Lo ha hecho porque no quiere que los incendios sigan devorando a Bolivia, como ocurrió en Merceditas, la comunidad donde vive y que queda a 160 km de San Ignacio, en el distrito 11, en plena frontera con Brasil. Ahí se consumó un incendio del que el país no habló y que fue apagado a mano por sus propios habitantes, después de haber acabado con todo: con la siembra de yuca, maíz, con plantas de naranja y de plátano y con el monte.

Joaquín tiene 29 años y todo esto cuenta mientras marcha, mientras sus pies avanzan, mientras anima a otros que van junto a él. También lo cuenta ahora que ya ha llegado a San Rafael, ahora que ha caído la noche y está sentado en una banqueta de madera, bajo un tinglado, viendo cómo sus hermanos indígenas preparan sus camas sin colchones ni frazadas. Habla mientras alguien bate una olla negra donde preparan la cena que se cocina en un fuego potente.

A los marchistas les acompaña un camión que hace las veces de un burrito de carga: carga los víveres y las mochilas y los bolsones con ropa de los marchistas. Ese camión va adelante y cualquier día de estos podría quedarse a medio camino. El presidente de la marcha dice que una mano caritativa lo ha prestado sin cobrar un peso, bajo el único requisito de que se consigan el diésel con el que funciona el motor. Pero el diésel, al igual que el agua, que las frazadas, que las zapatillas y las chinelas y los alimentos, también es escaso. Y si el camión se para, sería imposible seguir avanzando porque los marchistas no podrían ir con carga en la espalda ni en las manos.

Tomas Candia lo sabe de memoria porque ésta es la novena marcha en la que participa. Tenía 13 años cuando empezó a lanzarse a los caminos a pie empujado por su alto compromiso por la lucha a favor de los pueblos indígenas. Ahora tiene 38 años y es el presidente de la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (Cidob) orgánica.

Tomás ha pasado cosas difíciles en las marchas. Lo más duro que han vivido los indígenas, dice, fue lo que pasó el 25 de septiembre de 2011, cuando efectivos de la Policía intervinieron y reprimieron violentamente la marcha de los indígenas que se dirigían a la ciudad de La Paz para exigir respeto a su territorio y que no se construya una carretera a través del Tipnis.

Ahora, lo más duro –explica- es saber que muchos pueblos de la Chiquitania no tienen agua y los que tienen apenas reciben hasta el mediodía. Los atajados están secos, los ríos y los curichis, mermados, y las represas se están secando.

Tomás no miente. El sacrificio de marchar no solo pasa por un esfuerzo físico, sino también emocional. Los indígenas, en su caminar, testifican la existencia de un paisaje golpeado por la sequía y por la mano del hombre. Cuando pasan por algunos pueblos, a los costados ven los turriles de plásticos vacíos y a los vecinos esperando a que pase el camión cisterna que les provee del agua que no llega por cañería. También observan montes que ya no existen y que fueron reemplazados por predios de colonos y algunas parcelas chaqueadas.

Tomás no se queja por la solidaridad de las personas que han hecho llegar a los damnificados por los incendios. Pero quiere que el país también sepa que los que participan en la Décima marcha necesitan camping para protegerse del sereno de la noche, colchones y colchas para dormir, zapatillas para que los pies no se lastimen con las piedras afiladas de la carretera, diésel para el camión que lleva los alimentos y la ropa, y medicinas para curarse las heridas que algunos van padeciendo en el trayecto.

Adriana Román, Carly Rosario Poñe, Esther y Ruth Rocha y dos niños de tres y dos años de edad del Tipnis empiezan a unir sus cuerpos cansados para encontrar en la oscuridad de la noche un descanso que les permita recobrar fuerza para seguir el viaje a Santa Cruz.

Están tendidos sobre una pancarta de tela cubiertos con la bandera que durante la marcha flamea mostrando la flor del patujú a todos los vientos.