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20 de mayo de 2018, 4:00 AM
20 de mayo de 2018, 4:00 AM

En México, cada que muere un escritor, se alborota el medio cultural. Se le dedican sendas portadas de periódicos, programas en las televisoras culturales, suplementos dominicales e infaltablemente estantes en las librerías con todos sus títulos. Y claro, los lectores comunes, como yo, nos preguntamos cuántos libros suyos tenemos en nuestras bibliotecas o cuánto hemos leído de él. En mi caso, a menudo con un dejo de culpa, me doy cuenta de lo poco que lo conocí al recién desaparecido. Es lo que me sucedió con Sergio Pitol, que partió el 12 de abril del 2018 en Veracruz.

Al enterarme de su fallecimiento, rápidamente fui a adquirir los textos que más me llamaban la atención. Aquí mis primeras reacciones a quemarropa de las joyitas con las que me topé.

Pitol escribió El arte de la fuga (Era, 2011, México D.F.), un libro biográfico pero con un sello extremadamente personal que transita por los géneros siguiendo “la intuición y el instinto” como consejeras primordiales: 

“Decidí entonces hacer un libro que fuese un desplazamiento por distintos momentos de mi existencia como lector y como autor (…). Y el libro se fue creando a través del instinto. Sabía que no era ni una crónica de mi vida ni una autobiografía ni estaba yo escribiendo mis memorias. Rompí la cronología, traté de desgastar los géneros para que se imbricaran uno con otro: partes que parecían crónicas que terminaban en un cuento, ensayos que de repente se volvían narración y al final tenían una fuga ensayística. Eran acontecimientos y fugas de lo narrado.”

En un episodio del mismo escrito habla de política. Elabora un diagnóstico lúcido -en 1996- del México sumido en una catástrofe civilizatoria, que hoy resuena con una pertinencia que asombra y asusta: “Cuando observo el deterioro de la vida mexicana pienso que solo un ejercicio de reflexión, de crítica y de tolerancia podría ayudar a encontrar una salida a la situación”.

Y critica la relación con el poder: “La conexión entre el escritor y el príncipe ha estado desde el principio de los tiempos minada por el equívoco; es una amistad peligrosa. Un novelista tiene que aprender a mantener un diálogo con los demás, pero sobre todo consigo mismo, debe aprender a escrutarse y a oírse; eso le ayudará a saber quién es. Si no lo logra, en vez de una novela construirá un artefacto verbal que intentará simular una forma narrativa, pero cuya respiración será la equivocada. Recogerá, tal vez, algo que está en la atmósfera. El autor sabe que le agradará al César o al vulgo, da lo mismo; la ha escrito para alguna de esas dos deidades”. 

En otra reflexión Pitol sostiene una premisa que parece máxima sociológica: “Uno conoce siempre a saltos, fragmentadamente, tiene conciencia de los efectos, pero al no identificar las causas es como si no conociera nada”. O lo que parece un complemento: “Así suceden las cosas. Vuelva usted a preguntar qué somos, adónde vamos y una bofetada lo librará de las pocas muelas que le quedan”.

Termino con un pedazo de El viaje (Era, 2015, México D.F.), donde nuevamente evoca “la reacción del instinto”, y valora “los esfuerzos intelectuales para no enmohecerse, para no dejar de pensar, para impedir que sus estudiantes se conviertan en robots”, consigna que debería convertirse en una aspiración generalizada, especialmente en la academia mexicana que camina firmemente hacia la burocratización del conocimiento.

Murió Sergio Pitol, un escritor de muchos tiempos.

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