Opinión

Un jardín de certezas

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7 de enero de 2018, 4:00 AM
7 de enero de 2018, 4:00 AM

El vicepresidente García dice que él y Morales son “hombres de guerra”. Admite además que ambos han “venido a la guerra”. Y dice que cuando no hay  guerra, se intranquilizan. Que están “un poco incómodos” cuando no hay lucha. Releo cada una de estas frases y sé que ya no hay lugar a dudas sobre el motor que mueve a los dos hombres que dirigen los destinos de Bolivia desde hace más de una década. Es el motor de la guerra, pero no de la que suele librarse como emergencia para combatir a un enemigo externo, sino de otra en la que la mira está puesta dentro de casa y apunta a matar a quienes deberían defender. Es, sin duda, el motor del odio y no del amor. El motor de la muerte, nunca de la vida.

Que un par de hombres sean movidos por el odio y la guerra, y no por el amor y la paz, no debería sorprendernos. Al final de cuentas, la historia de la humanidad está plagada de ejemplos de gente malvada haciendo gala de sus fechorías. Lo que sí sorprende es que a sabiendas de esas inclinaciones, haya quienes les apoyen y secunden, a pesar de asumirse como todo lo contrario. No hablo apenas de cientos de miles de personas anónimas que han repetido en las urnas el voto favorable al binomio del MAS. Me refiero sobre todo a quienes aun negándoles el respaldo electoral, no han dudado en olvidar las diferencias políticas que los han confrontado casi hasta la muerte y han sobrepuestos a estas otros intereses que nada tienen que ver con ideales, y sí con negocios. De corto plazo, además.

Son hechos que cuesta digerir. Cuesta también comprenderlos. Para llegar lo más cerca de un entendimiento, nada mejor que retroceder en el tiempo y revisar la historia propia y la universal. Yo suelo recurrir en estos casos a una vieja lectura que me acompaña hace tiempo, El jardín de las dudas, de Fernando Savater. “Nuestras desventuras no provienen de ninguna maldición bíblica sino de lo irremediablemente frágil de nuestra condición natural y de disparates y abusos que las sociedades consienten”, dice parafraseando a un extraordinario filósofo, Voltaire. Y sigue: “El hambre, la peste y la guerra son tres de los ingredientes más famosos de nuestro bajo mundo. Quizá las dos primeras sean regalos de esa Providencia (…) Pero la tercera (…) es fruto de la imaginación caldeada de 200 o 300 personas repartidas por el mundo bajo el título de príncipes o ministros.”

O de presidente y vicepresidente, añado yo. Ellos también repiten una terrible amenaza que resuena en muchos idiomas a lo largo de la historia, como recuerda Savater: “¡Piensa como yo o muere!” En El jardín…, Savater profundiza sus reflexiones sobre sociedad y gobierno, sobre libertades de pensamiento y de comercio, sobre política y políticos, sobre esos pocos cientos de malvados y la gran mayoría de gente que “no tiene ni deseo ni tiempo de hacer el mal a gran escala”. Los verdaderos malvados, dice, “no son más que algunos políticos de diversa índole empeñados en turbar la paz del mundo y unos cuantos facinerosos dispuestos a entrar a su servicio”. Y remata: “Hay pues mucho menos mal en la tierra de lo que se dice o lo que se cree.” Bien, pero ¿basta lo dicho como consuelo? 

La propia historia de la humanidad prueba que esto no es suficiente. No basta saber que los malos son pocos y los buenos, mayoría. Algo hay que hacer para que esos pocos malos no sigan llevando la batuta en el concierto de nuestras vidas. Algo concreto que impida de una vez por todas que “el atropello fanático” de unos pocos no prevalezca sobre el deseo de muchos “de hacer la vida más agradable y las costumbres más suaves”. Que este deseo mayoritario venza “la crueldad pública, la persecución de quienes piensan de modo diferente (que muchas veces son los únicos que piensan), la rutina y el pánico ante lo nuevo”. Algo urgente y simple, como por ejemplo “movilizar todas las conciencias: si se han de cometer injusticias, impidamos que nunca más sea en silencio”.

Es una tarea simple, aunque por ahora no lo parezca. Es posible que para mucha gente no sea del todo fácil salir de su caparazón y enfrentar la realidad que vivimos hoy en Bolivia. A todos, y a mí misma, repito el verso de Sabina: “Que ser valiente no salga tan caro; que ser cobarde no valga la pena”. Voy terminando por hoy, con otra insistencia: démosle trabajo a la razón. Este es un momento extraordinario para leer, releer, remover todo. Hay que ponerle corazón a la vida, pero también razón. Es hora de pasar del Jardín de las dudas, al jardín de las certezas. Y una de estas certezas, en este instante, es que el grito de guerra de unos cuantos no es más poderoso que el canto de paz de muchos otros. 

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