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17 de noviembre de 2017, 4:00 AM
17 de noviembre de 2017, 4:00 AM

En la rotonda de la avenida Piraí es ya tradición presenciar un par de veces al año una escena digna de Mad Max: negras columnas de humo saludan la partida de camionetas policiales abarrotadas de esos temibles habitantes de canales y escondrijos del cuarto anillo que siembran pánico en la zona. ¡Se los llevan, el miedo se va! (usualmente acompaña una ‘unidad móvil’ de la tele). Un par de días después en lenta caminata vuelven los ‘rescatados’, a comenzar de nuevo, a acumular bajo los puentes el colchón y las lonas que en unos meses les van a volver a quemar. En cada retorno, traen más rabia y desesperanza. 

Un puñado hace un par de años, hoy son decenas. Observarlos largamente de día y en la noche es doloroso: adictos, enfermos, casi derrotados del todo, no solo están ‘en situación de calle’ sino en situación de tragedia humana. E inspiran miedo. Un miedo que no hace distinción entre el antisocial de cuidado, el chico apenas púber, la mujer embarazada o el viejo de sonrisa triste: ante el miedo son una sola cosa, una pesadilla zombi que demandamos a gritos se erradique sin piedad mientras huimos despavoridos.

Esta temporada el ritual fue algo distinto: al fuego y acarreo de rigor se sumó el anuncio de un grupo de vecinos, hartos del miedo, de ‘acciones concretas para acabar con el problema’. Temblé imaginando lo peor por un segundo, luego pasé del alivio a la incredulidad: la medida inaugurada ante las cámaras consistía en... tapiar los recovecos que bajo los puentes sirven de esmirriado refugio a los indeseables. Con ladrillos y cemento se encaraba una emergencia que tiene relación con todo, menos con el cemento y los ladrillos. La intervención se completó con gendarmes municipales resguardando la rotonda día y noche, para impedir el regreso. 
Tras dos días, los titulares: “Batalla campal por territorio” a un par de cuadras, porque claro, el inframundo que las autoridades desconocen no termina en la rotonda ‘recuperada’, ni son los ahora desplazados sus únicos moradores. Lamiéndose las heridas nuevas, desaparecen en otros meandros de la zona. 

¿Debería sorprender esta surreal ‘solución por el cemento’ de los vecinos? ¿O el que les resulte suficiente trasladar apenas el problema un poco más allá? ¿No es acaso todo esto réplica idéntica de la manera en que el gobierno de la ciudad encara cualquier problema urbano? Gobernar educa, esto es sabido.

Y es comprensible, propio de nuestra fragilidad el que, por miedo, nos neguemos a acercarnos a un drama que una sacudida inesperada de la vida puede desencadenar sobre cualquiera: tu papá, un amigo de infancia. Vos. 
Lo que es inaceptable es que el gobierno de nuestra ciudad no destine ningún esfuerzo verdadero para curar esta herida abierta, infectada y dolorosa en nuestro tejido social.


Han pasado 20 días, ladrillos y arena siguen amontonados junto a los puentes. En la rotonda se aburren ‘wasapeando’ los gendarmes. La ciudad, muda, no tiene respuesta. ‘El problema’ está ahora -mientras tanto- unos metros más allá.

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