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30 de noviembre de 2017, 4:00 AM
30 de noviembre de 2017, 4:00 AM

El caudillismo populista se hace posible en momentos excedentarios, cuando el Estado tiene las arcas llenas porque ha saboreado las mieles de una ‘década de oro’, donde la bonanza se impuso por doquier, pero esa vida de Jauja (en alusión a un pueblo peruano, célebre por su riqueza) comenzó a languidecer. 

Bolivia parece un barco a la deriva en el océano de la desunión y el faccionalismo. No tenemos la brújula de un proyecto nacional compartido que ponga en marcha nuestro enorme potencial. Tampoco un marco institucional que facilite la negociación de nuestras diferencias para integrarlas en un proyecto que nos permita progresar. El ciclo de esperanza y desilusión de hoy no es nuevo. Tener la impresión de iniciar una nueva época y recomenzar de cero se repite constantemente en nuestra historia. La expectativa se trunca recurrentemente. La sensación de flexibilidad que nos esforzamos mantener, a menudo con éxito, se torna falsa a nivel de nuestro esfuerzo colectivo. 

El Estado plurinacional flaquea peligrosamente en su estructura orgánica y funcional porque el equilibrio de poderes se ha vuelto ilusorio y tiende a periclitar. La crisis es independiente del sesgo partidario o ideológico del grupo gobernante. La democracia mantiene su legitimidad  electoral, pero gradualmente pierde su legitimidad funcional y se torna un cascarón sin contenido. Aferrada a sus privilegios, nuestra dirigencia prefiere la cosmética del statu quo, que cambia algo en la superficie para que nada se modifique en el fondo. El sistema se acomoda a las circunstancias internas y externas modificando la fachada, pero la esencia queda.

¿Pero por qué nos pasa lo que nos pasa? Reconocer la realidad es un imperativo si deseamos cambiar. El meollo es que muchos de nuestros políticos no saben o no quieren distinguir lo privado de lo público; de la administración; del aparato estatal. Sobran los politicastros y escasean los estadistas. Para el Gobierno equivale apropiarse del Estado, que comienza a perder legitimidad, tornándose incapaz de imponer a la sociedad las normas básicas de convivencia, la primacía de la ley. Porque queda demostrado que todas las democracias exitosas se fundan sobre el principio de que el Estado es un bien común y no una propiedad particular.

La conocida fórmula mussoliniana: “Nada contra el Estado, nada fuera del Estado, todo dentro del Estado”, parece definir con exactitud lo que es el totalitarismo, como expresión de un poder omnímodo y que envuelve al individuo en todos sus aspectos. Es un poder monocrático, ejercido por una sola corriente ideológica, con exclusión de todo pluralismo y posibilidad de diálogo. Si realmente queremos desligarnos del eslogan: “Atrapados sin salida”, el Gobierno debe dar un viraje de 180 grados para no caer entrampado en un absolutismo tóxico que corroe el sistema democrático.

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