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27 de enero de 2019, 4:00 AM
27 de enero de 2019, 4:00 AM

Óscar Ortiz es un político serio. En su rol de fiscalizador ya investigó lo ocurrido en el Fondo Indígena, CAMC, Evo cumple, taladros, entre otros reportes menores. Y lo hizo con una incuestionable prolijidad técnica. Hoy, con similar rigurosidad, nos acaba de hacer conocer su último informe Las contrataciones directas: facilitando la corrupción. Informe de fiscalización sobre contrataciones directas en los 13 años de Gobierno del Movimiento Al Socialismo, que versa precisamente sobre las contrataciones públicas que se vienen ejecutando desde 2006 hasta la fecha.

¿Qué tiene de relevante esta investigación? Esta investigación nos muestra de modo impecable uno de los rasgos señeros de este modelo: la platita fluye presumiblemente hacia los amigotes –las camarillas– de un modo directo: “Che, hermanito, abrí una empresita y te hacemos ganar una convocatoria pública”.

¿Para qué hacerle pasar al amigo, amante, pariente o quien sea que se arrime al MAS con ganas de hacer negocitos, por las molestias de la competencia, el diseño de una buena propuesta o la presentación de la suficiente experiencia en el campo, si podemos servirle el plato en bandeja de oro, con tal de que se encargue de hacernos resbalar algunos arroces, papas y filetito a nuestro ya abultado buche? Sí, señor, Ortiz demuestra que se han promulgado 93 decretos que autorizan las contrataciones directas.

Pero, ¿no es lo mejor para Bolivia contratar a los mejores y, por ende, hacerlos competir a través de licitaciones abiertas y públicas? No, claro que no: mejor a los socios, a las Zapata de turno, a los Pablos Grouves o a los taladradores (precisamente me refiero a los escándalos de CAMC, los juegos Odesur y la empresa del cuñado del vicepresidente García Linera, el señor Grouves, con tanta experiencia en la convocatoria ganada como la que yo puedo tener en cocina tailandesa; además del negociado de los taladros con sobreprecio de 20 millones; todos estos contratos fueron por alguna modalidad de contratación directa, o sea, “para vos, hermanito”).

En suma, los sistemas políticos que concentran las decisiones en el Poder Ejecutivo debilitan la independencia del Poder Judicial, inhiben la participación social en la marcha de la gestión pública, personalizan el poder en la figura del presidente y como deja en claro el excelente reporte del senador cruceño, montan un esquema de reparto del dinero público a través de contrataciones directas, tienen mayor probabilidad de consolidar “modelos” corruptos. ¿Qué significa esto? Pues la siguiente certeza: la corrupción no es un asunto de buena o mala voluntad, es un asunto de diseño y aplicación de instituciones que favorecen o desfavorecen la fiscalización en el Poder Legislativo, la supervisión en la gestión pública, la sobriedad judicial y/o el control social. Nada de eso se consigue promoviendo este modelo de contrataciones directas.

Precisamente debido a este estado de fragilidad institucional, es pertinente señalar la segunda certeza que interpreto del informe: la corrupción no es un asunto de cantidad, es un asunto del tipo de modelo institucional de corrupción que se logra establecer. El eterno e inmisericorde debate sobre si el periodo neoliberal fue más o menos corrupto que este, no es el dilema a zanjar. No es un problema de cifras y, por ende, no es un asunto de deportividad: ¿quién ha sido el campeón en la corrupción? En verdad, lo relevante es el modelo de corrupción que se instaura. La corrupción no se mide con ejercicios aritméticos, sino obteniendo la radiografía del esqueleto mismo de la corrupción. Y eso es lo que hace Ortiz: dejar constancia de que si bien las cifras cuentan (solo en el tercio de los 93 decretos que incluyen montos hablamos de aproximadamente 1.500 millones de dólares y en los otros 2/3 de decretos, aunque no tenemos cifras, sabemos por ejemplo que la planta de polipropileno, la inversión histórica más grande de nuestra historia, de 2 mil millones de dólares fue entregada…¡en forma directa y por decreto!), lo que llama la atención es la legalidad del modelo. Todo es legal o se pretende mostrar como legal (a pesar de las inconsistencias constitucionales también señaladas al principio del reporte). ¿Qué significa esto? Que la corrupción en Bolivia, vaya ironía, es legal. Los corruptos ya no asaltan bancos: aprueban normas a su favor.

Finalmente, conviene remarcar, como colofón a lo argumentado, que la corrupción, en una gestión que ha venido viendo crecer el caudal de decretos permisivos (de uno en 2007 a un promedio de 15 de 2014 a 2016), no es ni puede ser la excepción, es la regla. La corrupción no es una brisa de aíre frío sobre un cuerpo inmaculado. No, es la entraña misma del cuerpo, que respira, se mueve y piensa no al margen de la corrupción, sino precisamente por ella y para ella. Vive a sus expensas y para su gratificación. He ahí el alcance de este reporte. No es poco. Un aplauso para este infatigable fiscalizador del ‘proceso de cambio’.

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