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13 de mayo de 2018, 4:00 AM
13 de mayo de 2018, 4:00 AM

A Lidia Gueiler Tejada, la segunda mujer presidente en Latinoamérica, le tocó gobernar entre dos golpes de estado durante uno de los periodos más convulsos y sangrientos de Bolivia, rodeada de militares que la amenazaban. Entre los ataques que sufrió esta mujer que llevaba ya tres décadas en la política está la sorprendente —además de falsa— acusación de que gastaba mucho tiempo en la peluquería y que usaba pestañas postizas. “Un hombre no tiene este problema”, afirmó ella.  

Pienso en Lidia Gueiler mientras leo Mujeres y poder (2017), el ensayo de Mary Beard, feminista e historiadora británica especializada en el mundo grecorromano, que analiza las formas en que se ha neutralizado la voz pública de las mujeres desde la Antigüedad hasta el presente. Y la misma Beard tiene mucho qué compartir sobre su propia experiencia: su presencia en la prensa y en Twitter le garantizan los insultos de muchos hombres furibundos que quieren silenciarla a través de amenazas de violación y decapitación, o de injurias como “Cállate, puta”.

“No importa mucho qué camino sigas como mujer: si te atreves a meterte en un territorio tradicionalmente masculino, el maltrato llega de todas formas. No es lo que dices lo que lo provoca, es simplemente el hecho de que lo estés diciendo … En su manera cruda y agresiva, se trata de mantener a la mujer alejada o de expulsarla de la discusión masculina”, afirma. 

Hay ejemplos de un hombre que manda a callar a una mujer incluso en un texto escrito hace 3.000 años  como La Odisea, de Homero. En La Odisea, el joven Telémaco se molesta porque su madre, Penélope, abandona su habitación y se presenta en el gran salón del palacio para pedir, delante de todo el mundo, que el bardo cante algo más alegre. Telémaco la envía de regreso a su habitación, advirtiéndole que “la palabra es cosa de hombres, y mía antes que nada, porque mío es el poder de esta casa”. Aquel es el momento en que Telémaco se hace hombre, y este hacerse hombre está conectado con su capacidad para cerrarle el pico a su propia madre. “Es una buena demostración de que allí donde comienza la cultura occidental, la voz de las mujeres es ignorada en la esfera pública”, dice Beard. 

A las mujeres que han intentado integrarse a la discusión pública, el sistema patriarcal les ha devuelto el eco de su voz infantilizada, ridiculizada e incluso animalizada. Beard cita un ensayo de Henry James en el que el escritor argumenta que, bajo la influencia de las mujeres americanas, el lenguaje corría el peligro de convertirse en “un generalizado balbuceo o revoltijo, un babeo sin lengua o un gruñido o un quejido” que sonaría como “el mugido de la vaca, el rebuzno del asno y el ladrido del perro”. Para Beard, la manera en que se describe hoy en día la voz pública de las mujeres no es muy diferente: son percibidas como estridentes y quejosas (y yo me atrevo a añadir otro adjetivo muy común por estos lados: “histéricas”).  

A una mujer se le permite hablar para abogar por sus familias o por otras mujeres. Pero no pueden hablar por los hombres o por la comunidad entera. Y cuando lo hacen, se convierten en sospechosas de haber tomado ilegítimamente un poder que no les pertenece. Aquí Beard se refiere a mujeres poderosas como Angela Merkel, Theresa May o Hillary Clinton, que son representadas habitualmente como maléficas medusas que lucen melenas hechas de serpientes. No olvidemos que quien le corta la cabeza a Medusa es un varón: el libro incluye una imagen que circuló en 2016 de una estatua de un Trump-Perseo triunfante sosteniendo la cabeza cercenada de una Hillary-Medusa. 

Mientras una mujer sube más en la escalera del poder, se enfrenta a un grado cada vez mayor de violencia por parte de un sistema que las ve como usurpadoras y espera constantemente que se equivoquen para señalarlas y aplaudir su caída (se ha discutido mucho el papel que jugó el machismo en el “impeachment” de Dilma Rousseff, a Cristina Kirchner sus detractores la llamaban “la yegua” y la juzgaban por su forma de vestir, y Michelle Bachelet se enfrentó a acusaciones de que era débil y tomaba medicamentos).

Y la manera que tienen las mujeres poderosas de surfear la misoginia es adoptar las reglas del juego masculino, convirtiéndose ellas mismas en hombres: basta pensar en el “look” severo y desexualizado de Merkel, Hillary Clinton o Bachelet. “Para ponerlo de otro modo, no tenemos ningún modelo de cómo se ve una mujer poderosa, excepto que se ve como un hombre”, sostiene Beard. Esto me hace pensar en una declaración de Lidia Gueiler en 1980: “En mi vida política siempre he actuado como un hombre”, y en aquello que pone en evidencia esta afirmación; que ser mujer es estar intrínsecamente separada del poder, y que para ejercerlo hay que convertirse en hombre. No por nada no ha vuelto a existir otra presidenta en Bolivia en casi 40 años, y ninguna mujer se perfila como candidata para las elecciones presidenciales de 2019. 

Una de las sugerencias más interesantes de Mary Beard tiene que ver con la forma en que las mujeres en la política tienen la posibilidad de transformar la noción de poder. No se trata solamente de ejercerlo de acuerdo parámetros masculinos, sino de convertirlo en  una estructura que no esté basada en el prestigio personal, en el carisma individual o incluso en la celebridad, conceptos muchas veces asociados al carácter masculino; en otras palabras, de cuestionar los valores se asocian con el liderazgo: “No es tan fácil situar a una mujer en una estructura creada de antemano para los hombres; tienes que cambiar esa estructura. Esto significa pensar en el poder de manera diferente. Esto significa separarlo del prestigio público. Esto significa pensar colaborativamente, acerca del poder de los seguidores y no solo de los líderes”. 

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